Apagón de la democracia

Empezamos a pensar hasta cuándo durará esto.  Es solo un apagón, pero uno no se da cuenta de todas las cosas que tiene hasta que dejan de funcionar

En mi barrio ha habido un apagón. Nos ha sorprendido a la salida del trabajo, a esas horas en las que uno solo piensa en cenar. Al principio ha tenido su gracia buscar las velas por los cajones, armarse de linternas y asomarnos en las ventanas para comprobar si solo nos ha pasado a nosotros. De vez en cuando nos gusta ser rústicos; pero sin embargo, la broma ha ido perdiendo fuelle. Todo el barrio está oscuro y el silencio solo se rompe con una alarma intermitente que se esconde entre los murmullos que vienen calle abajo. Quizás algún vecino se ha quedado atrapado en el ascensor y vienen a socorrerlo, hemos pensado todavía con el ánimo intacto y sin preocuparnos demasiado por la ausencia de luz. Para pasar el rato hacemos recuento: no tenemos Internet pero, al fin y al cabo, no es para tanto, quién no puede vivir sin Internet un par de horas.

Empezamos a pensar hasta cuándo durará esto. Los alimentos no tardarán en echarse a perder. Tenemos que hacer algo, llamar a la empresa eléctrica pero me he quedado sin batería en el móvil y el teléfono fijo no funciona porque ahora es inalámbrico. Así que nos sentamos mientras confiamos en que algún vecino llame por nosotros. Vuelvo a asomarme a la ventana. Desde allí la alegría va por sectores: en el sur estamos a oscuras pero a lo lejos las luces de la zona alta destellan con opulencia. Es solo un apagón, pero uno no se da cuenta de todas las cosas que tiene hasta que dejan de funcionar.

En este país ha habido una crisis. Al principio era fácil hacer chistes, pero cuando nos asomamos a la ventana vimos que nos había afectado a todos. En las primeras horas la voz de alarma sonó en unas pocas casas, pero las emergencias no paraban en la puerta del vecino, sino en la sucursal bancaria de la esquina. Era como vivir en una película de vaqueros; salvo porque entonces nosotros ya éramos los indios.

Deberíamos haber salido a la calle, pero preferimos esperar porque confiamos en que ya lo harían por nosotros. Las luces de la opulencia brillan en la zona alta. Para matar el tiempo hacemos recuento: los hospitales se privatizan y las escuelas se masifican, uno no se da cuenta de lo bien que funcionaban las cosas hasta que las echa de menos. La empresa que nos gobierna ha prometido que todo irá mejor, pero a esto no se le ve solución.

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