viernes, enero 31, 2025
InicioLas alas del ...

Las alas del ángel

-

-¡Pequeño ángel! Ha llegado la hora que poseas las extensas alas que tienen todos tus compañeros; pero para lograrlo, deberás bajar a la tierra 

En el cielo todo era paz y tranquilidad. La espesura y densidad de las nubes servían de hermosos almohadones a todos los ángeles que habitaban en el celestial lugar, quienes entonaban canciones y tocaban los clarines para alabar a Dios.

Entre esos hermosos serafines, existía uno que todavía no había logrado sus alas doradas, a cambio de ello, poseía unas pequeñas alas celestes que minoritariamente se distinguían en la diáfana y enorme toga blanca, las cuales apenas le permitían saltar de nube en nube.

Un día Dios solicitó su presencia, para hacerle una petición:

-¡Pequeño ángel! Ha llegado la hora que poseas las extensas alas que tienen todos tus compañeros; pero para lograrlo, deberás bajar a la tierra y hacerle el bien a alguien que lo necesite. En su recorrido pudo divisar a un viejecita muy pobre, de humildes ropajes y quien, con sollozos entrecortados, pedía que la ayudasen para poder comer.

El bondadoso ángel, que no llevaba alimento alguno y mucho menos dinero, mostró gran preocupación por la anciana. “¿Qué hacer, Señor?”, se preguntó con angustia. “Si no la ayudo, morirá de hambre”. Al decir esto, recordó que llevaba el esplendoroso medallón de oro, que le había recomendado Dios que no extraviara.

-¡Tendré que darle el medallón a esta buena señora, para que pueda comprarse algo de comer, así me cuesten las alas doradas que tanto he soñado! El bondadoso angelito extendió sus blancas y candorosas manos, obsequiándole a la viejecita la lustrosa diadema que brillaba fuertemente a la luz del sol. La dama, al recibir tan altruista regalo, besó al ángel con gran afecto, manifestándole a viva voz que se ganaría el cielo por esa buena acción.

Entristecido y preocupado; arropado por una confusa culpabilidad y decepcionado por fallar en su trascendental encomienda, retornó a sus aposentos celestiales. No sabía la suerte que correrían sus ansiadas alas doradas.

– Padre, te he fallado. He regresado sin el medallón que tanto me insististe no perder.

-¡Hijo mío! -habló Dios con solemnidad, pero con un hilillo de ternura- Has obrado bien. Obsequiaste el medallón a una pobre anciana, a sabiendas que con esta acción, no ganarías tus alas de oro. Pensaste en el bienestar de tu prójimo, más que en el tuyo. Desde este momento, tendrás las magníficas alas doradas con las que has soñado tanto.

Y así, el pequeño ángel cantó y alabó a Dios junto a los demás serafines, mostrando con digno orgullo, las fulgurantes, resplandecientes y agraciadas alas doradas ganadas por amor al necesitado y dadas por el Señor, como premio a su convicción y sacrificio.  

Visited 1 times, 1 visit(s) today
- Publicidad -

Lo Más Leido