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“Quiero más sopa”, me dijo, entre pucheros, una pequeña de seis años. No tuve la certeza de cuándo había sido su última comida. Solo pude tomarla por las mejillas y decirle que yo no estaba encargada de servirles los alimentos ese día. Apenas la pude mirar a los ojos mientras le daba la mala noticia.
María Alejandra Fernández, una de las fundadoras y encargadas de la cantina de la Misericordia en la iglesia Padre Claret, me miró y supe que ella ya estaba acostumbrada a peticiones similares. Le pregunté cómo manejaban esa situación, a lo que respondió: “Les explicamos que, así como ellos, hay otros cientos que acuden y necesitan comida. Tratamos de hacerlos entender que aquí hacemos lo que podemos y que nuestra intención es que no se quede nadie sin comer”.
Te crees capaz de escuchar y contar historias hasta que consigues mil realidades distintas. El reto es saber por dónde empezar y decidirse a hacerlo. Lo que sobra en el país, en la región, en la ciudad y en cada esquina de ella son los contrastes de estados socioeconómicos, de salud y de alimentación; los más marcados y desgarradores que puedan imaginarse.
La realidad
Estar ahí es ver que más de 600 personas necesitan ir semanalmente a una iglesia para recibir una de las tres comidas diarias. Esa es solo una fracción minúscula de la totalidad de personas en situación de calle en Venezuela, pero hay quienes se encargan de actuar por y para ellos. Hace entender que, aunque las acciones buenas siempre aportan algo, esa no es la solución real a la problemática.
Entre los beneficiados que asisten a comer en la Mesa de la Misericordia hay, sobre todo, niños y ancianos. En ellos vi las caras de la necesidad. Esas que expresan agradecimiento, desespero, alegría, resignación, rabia, impaciencia, extraña calma y hambre; especialmente hambre. Todo a la vez, en pleno y vivo sol. Es convergencia de rostros que hacen una cola para esperar en un patio o dentro del templo su bandeja de comida.
El reloj marcó las 11.30 de la mañana y un río de voluntarios caminaba sin cesar de un lado a otro. Era la hora de servir la comida. Cada miércoles en los alrededores de ese espacio caliente, unas 50 personas comparten el objetivo de dar a quien no tiene. Mientras cumplen su compromiso no hay tiempo para el cansancio ni tienen cabida para el desánimo, aunque lo deplorable sea difícil de ignorar.
Infancias que no lo son
Josefina tiene 10 años y sueña con ser bailarina de ballet. Me lo contó mientras su aguerrida y espontánea personalidad se aseguraba de que su mamá y sus dos hermanos ya tuvieran la comida servida. Desde que la conocí, en una ocasión anterior, supe que ella estaba prácticamente a cargo de su familia cuando asistían al comedor. “¿Tenéis unas medias panty que me deis? Es que yo hago danza. Me parecen bellísimas y me encanta bailar”, dijo.
Era el segundo miércoles que la veía en la misma banca, de pie, al lado de Ivón, su mamá y dos hermanos. Era como si los custodiaba. Lo que más me impactó fue que parecía que allí en el templo y en la calle es ella quien se enfrenta a la realidad de su familia. Le prometí que si encontraba unas “medias para bailar”, se las regalaría.
Vi en ella al resto de esos niños que esperan un turno para comer algo y me preguntaba por qué si es época de vacaciones no estaban en sus casas actuando como lo que son: niños. De esos que juegan en libertad, se cansan en la piscina más divertida, descansan y el único trayecto que recorren por un plato de alimentos es la distancia entre ellos y las mesas de sus casas, porque todos deberían tener una.
Los pequeños no están alejados de la cruda realidad de Venezuela. Con una década de vida y hasta menos ya se encargan en la calle de asuntos que no les corresponden aún.
Oportunidades aprovechadas
Un señor de barba canosa, uniformado y enfocado en lo que hacía, coordinaba junto a otras 10 personas la logística durante la Mesa de la Misericordia. Platos iban y venían. Gente entraba, salía y se devolvía. Todos hacían algo bajo alguna organización. Él tenía sudor en la frente y un radio en la mano con el que se comunicaba con el resto de su equipo para dar indicaciones. Me acerqué y me contó cómo llegó hasta allí.
A principios de abril, luego de dos semanas que se activara el comedor en la iglesia Claret, Osvaldo Gotera presenció una pelea entre varias personas junto a un contenedor de basura por restos de comida. Él salía de un restaurante. En ese momento supo que como persona o como empresa debía hacer algo. Como fiel asistente a ese templo, se enteró de la actividad. Fue el miércoles siguiente y luego no pudo dejar de hacerlo.
Desde entonces, los miércoles no se trabaja en su empresa. Él y otros nueve empleados llegan en la mañana a organizar la labor. Me dijo convencido que él dejaba a libre criterio quién se tomaba el día para sumarse a colaborar. Su aporte va más allá del donativo de dinero y de alimentos. Percibí que no existe una cifra con ceros a la derecha que pudiera igualar lo que ellos hacían con su presencia y su entrega.
Conciencia
Le pregunté qué mensaje les daba a otras empresas privadas o públicas. Con firmeza hizo hincapié en que ese trabajo significaba ofrecerles una mano a quienes no pueden tener las mismas oportunidades que tiene un empresario. “La semana pasada se me desmayó un niño en los brazos. No era más que hambre”, recordó.
Presenciar el nivel de compromiso de todo un voluntariado ante tanta necesidad conglomerada en un mismo lugar es algo que no se dice en unas cuantas palabras. Ningún caso podría catalogarse con menos importancia que el anterior. Observarlo es contener las lágrimas al ver a un niño llorar por cuatro días de hambre, porque quiere más comida o a un anciano por soledad y abandono. Ver alrededor e intentar imaginar el resto de realidades de las que nadie tiene idea ni conocimiento te invita a preguntarte: ¿Qué tan “mal” estoy yo?