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Escribo porque no sé hablar. Cuando converso hay muchos silencios, titubeos y hasta tartamudeo, espacios que generalmente llena la otra persona, quizás con cierta benevolencia.
No siempre es un problema, la mayoría de las personas está dispuesta a hablar y a ser escuchada. Pero de vez en cuando me encuentro con gente que no habla tanto; ciertamente más que yo, pero no como la mayoría. Entonces pienso que debo hacer algo, pensar un tema, buscar algo en común. Empiezo a pensar en la conversación más que conversar propiamente y lo que podría ser una amena charla deviene algo entrecortado, que pierde naturalidad.
Pero la voz siempre busca una salida; de lo contrario, el cuerpo puede adquirir algún tipo de infección por tanta materia acumulada. Entonces la escritura asume esa voz.
El texto parte de las intermitencias del habla para ver en qué dirección apuntan y darles un posible cauce por el que puedan construir un discurso. Aunque encauzar posiblemente no sea el verbo más adecuado; suena como un favor, y nada más lejos. La escritura conlleva una cuota de violencia, pues su esfuerzo consiste en evitar un desborde de sentidos que haga todo ilegible. Tal vez por esto el silencio: Ante la evidencia del sinsentido que se vislumbra al final de la frase, callo -para bien o para mal.
Pero dicho silencio también determina otras acciones, como citar con frecuencia lo que alguien más dice, hacer retuit o compartir lo que otra cuenta ya ha puesto en circulación, acudir a textos “ajenos”, etc., todo con el fin de decir a partir de las voces de otros; más aún, decir a través de otros, lo cual lleva los cuestionamientos al territorio de la subjetividad, diezmada o amplificada -según se mire- por tal vocerío.
¿Hablamos ahora mismo de un sujeto colonizado, desocupado de sí mismo, o de un mecanismo de identificación con el otro, una especie de material conductor? Apostar por una de las dos opciones puede ser engañoso. En el silencio pueden actuar ambas, cada una instalando los relatos que les permitan residir en la persona de forma coherente.
Así, también el silencio puede ser abundancia de sentidos, funcionar como sistema retórico que ordene e indique un posible camino.
Si aceptamos lo dicho hasta acá, hemos de entender el silencio como discurso o como vía por el que este allana su propia vía para ser tal. Luego, el ejercicio -me digo- ha de ser leer los titubeos, las intermitencias trasladadas al texto y preguntar por el sujeto de esa voz, forzarlo a decir lo que evita, lo que se cifra en la escritura.