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En un mundo en el que impera un capitalismo salvaje y deshumanizador, se buscan nuevos paradigmas educativos para acabar con injusticias y permitir el desarrollo de personas libres e íntegras.
La llave de este cambio está en las escuelas que, como ejes vertebradores de la sociedad, pueden contribuir a formar personas más justas y felices, responsables de sus decisiones e inmunes al sistema consumista que domina nuestras vidas. Sin embargo, la escuela muchas veces no es sinónimo de educación porque el actual sistema educativo aún se basa en la obediencia y en la competencia.
Durante el siglo XIX y ante el avance de la Revolución Industrial se necesitaba una masa de trabajadores útiles para el sistema capitalista. Las escuelas se organizaron como fábricas con instalaciones separadas, toque de timbres, horarios estrictos y una estructura verticalista. Así, los Estados con la excusa de la igualdad que suponía una educación pública, gratuita y obligatoria, encontraron un método eficaz para controlar el parecer de su población y mantener la estructura social.
No es de extrañar que los niños se aburran en clase y pierdan la curiosidad innata que les lleva a aprender, y que la genialidad en el pensamiento divergente, que es la capacidad para buscar más de una solución a los problemas y un ingrediente básico de la creatividad, caiga a medida que los niños pasan por la escuela, desde un 98 por ciento a los tres años de edad a un 30 por ciento, tras 10 años de educación.
Frente a este panorama tan desolador surgen diferentes alternativas pedagógicas que buscan desarrollar las competencias necesarias que cada niño necesita para alcanzar el éxito en su vida y ser feliz. Estas escuelas integrales, a través de la interacción con un entorno natural, consiguen que los niños desarrollen su pensamieto crítico, su capacidad de comunicación y de trabajo en equipo, además de una gran inteligencia emocional. En ellas se respetan los distintos ritmos de aprendizaje e intereses de cada niño, y se fomenta la pregunta y la indagación antes que el consumo de ideas.
Así se forman personas que mantienen la alegría y las ganas de vivir propias de la infancia y se cumple el verdadero objetivo de la educación: lograr una buena calidad de vida.