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Venezuela cuenta con una colección fatídica de muertos desventurados que sobrepasa lo temible. Existe una sed insaciable de desangrar el temple de los ciudadanos decididos, hambrientos de justicia. El militar ahora defiende al empecinado, al saqueador riguroso que con violencia evitará a toda costa, que le arrebaten el botín de un territorio sembrado de desgracias.
Nos negamos a que nos juzguen los tribunales militares. Esa es una osadía terrible y común de dictaduras atroces. Seguro entendieron que el MP y su Fiscal, perdieron la mala saña y asumieron el camino polvoriento e irresistible de respetar la constitucionalidad, así sea por proteger su propio cuello de la guillotina internacional.
Con una desvergüenza irritante, los Tribunales Militares han juzgado a 295 civiles desde el mes de abril. Tal imprudencia lleva al colmo del desacato a la moralidad, la ley y el orden de un país, pues la Carta Magna claramente establece que, así haya cometido una falta militar, los civiles sólo pueden ser enjuiciados por tribunales civiles.
Cofavic no tuvo reparos en afirmar, con tono resuelto y casi nobiliario -en un comunicado propio de quienes tienen la verdad en sus manos-, que el someter a los civiles a la jurisdicción militar, “no solo configura una gravísima violación de los derechos humanos y por tanto de los valores superiores del ordenamiento jurídico, sino además es una de las más determinantes rupturas de la Constitución y el abandono por completo del Estado de derecho”.
Si queda en entredicho que la protesta pacífica sea una falta irremediable a la legalidad, mucho menos puede permitirse que tantos inocentes sean sentenciados en otros tribunales que no sean los ordinarios. Convencido estoy que serán otros, aquellos con las rejas como convento. Resulta repudiable ver a guardias nacionales encolerizados, policías desvergonzados y malandrines en motos, liquidando a los valerosos y sin una pizca de quebranto en la conciencia.
No nos queda ninguna de estar inmersos en una dictadura, la cual sólo cuenta con una defensa febril de sus argumentos. Su única y crucial posibilidad de sostenimiento es la represión descorazonada para silenciar de malas maneras, al clamor popular por una democracia valedera. La protesta en la calle arrea un alucinante e inminente sueño de libertad. Llevan la residencia en el ímpetu de no permitir que se siga mancillando nuestra casa grande, para devolverla al nicho apacible de una sociedad convencional, justa y respetuosa.