jueves, diciembre 12, 2024
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Calles sangran por el sueño de la juventud 

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La juventud resuelta, audaz, que no repara en temores o si las décadas de sus padres fueron sublimes. Solo comprender con tristeza que los actuales años no dan para un futuro benévolo. 

Nuestra juventud husmea en el peligro, con las nociones confusas y los vapores de la intolerancia sirviendo de arrebato para sus determinaciones. Las calles detienen su tránsito de exhalaciones normales, mientras las barricadas son apostadas para contener lo habitual de la ciudad, que hoy se ha convertido en muerte por la fuerza represora de un gobierno sin apoyo popular. 

Es una exclamación multicolor, un grito fuerte como un aullido despeñado en ecos, librado entre cuadernos, lápices, viandas y cachuchas. La juventud resuelta, audaz, que no repara en temores o si las décadas de sus padres fueron sublimes. Solo comprender con tristeza que los actuales años no dan para un futuro benévolo. 

Son niños apenas, que experimentan cómo ser adultos, a  las alturas de un país en riesgos. Una nación que perdió la lucidez desde el instante en que la barnizaron de promesas incumplibles hace casi 20 años; en que sus jerarcas se creyeron dueños del territorio; una nación paradigmática, con metáforas oscuras y en una lucha encarnizada por obligar a que impere un sistema que no calza en el espíritu nacional, pues Venezuela no se resigna; no es la bufanda del opresor. 

Hoy estos chicos tienen una tenacidad a toda prueba. Caen, se resbalan ante la amenaza, se enderezan, sacuden sus golpes y siguen su ruta cifrada hacia la libertad merecida. Hacen una acrobacia para evadir una bomba lacrimógena lanzada por un grupo de guardias nacionales sin cédula de identidad y con los cabos sueltos en su conciencia.

No es una prueba escolar. Nadie los interroga o están en riesgo de aplazar una cátedra indómita. Este examen es de valentía, de probar las agallas frente a la impudicia de una dictadura sin nacionalismo. Tanquetas voluminosas los persiguen en sitios descampados, hasta que llegan a atrincherarlos e inician estos guardias desalmados, su ceremonia de barbarie y de conteo de asesinatos.

Las escenas se filtran en las redes sociales, únicas voceras de estas batallas carentes de intervalos. Unos jóvenes, todavía con la candidez en los rostros de la niñez recién abandonada, son encerrados en una cava, como ganado en congelación, mientras les lanzan gases para atontarlos, debilitarles el alma, tronchar su fortaleza libertaria y esculpirles en los pulmones, el sello bochornoso de la brutalidad.

Otro joven corre a trompicones, se desplaza por callejones tortuosos, hasta que es sitiado por uno de esos pérfidos efectivos, quien hace un gesto para llamar a sus camaradas del desconcierto, para rodearlo y rellenarle con una sarta de golpes y porrazos desmedidos, salvajes, sanguinarios, que lastiman hasta la médula, pero no merman el vigor entero por recobrar la Venezuela extraviada en los bolsillos de los granujas.

Continúa la nefasta colección de muertos por la acción despótica del régimen. La gran mayoría son esos chicuelos esperanzados, que no entienden de brazos caídos ni se conforman con la derrota. El planeta lo entiende, con una indigestión de propuestas errabundas, protocolares y gastada en argumentaciones, que solo sirven para escribir algunas cuartillas en la prensa internacional, mientras el duelo por la vida sigue en las calles venezolanas, pues estos niños osados no se dejarán asestar una constituyente para afianzar un socialismo para la devastación y la tiranía eterna.

Mi corazón se despedaza cada vez que un estudiante es ajusticiado por perdigones, con el golpe de una bomba lacrimógena atizada a quemarropa o con balas ya sin el más mínimo decoro. Ya estamos en el umbral en que los culpables de las fechorías recibirán el garrotazo certero de la justicia. El tiempo está en su contra.    

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