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Es frecuente oír con amargura que nos machacan. Que es inútil denunciar injusticias y fútil desvelar el saqueo que nos empobrece. Que es infructuoso manifestarse porque al Gobierno y a las instituciones de esta democracia vacía les da igual. Que no nos temen. Pero ese quejío solo demuestra que hay pesimismo, desistimiento. No significa que no haya nada que hacer y menos aún que nada se haga.
¿Por qué no estamos en la calle con lo que pasa? es el lamento frecuente. Porque, a pesar de todo, aún hay mucha gente que tiene algo que perder. Y, mientras así sea, no se vence el miedo. Y, sin vencer el miedo, no hay cambio social que valga. Sin miedo se sale a la calle, se ocupa pacífica y masivamente, se planta la ciudadanía, desobedece y cambia las cosas. No salen masas a la calle porque mucha gente parece tener aún los mismos valores y principios del sistema que nos explota, engaña y reprime.
Ganar dinero y poseer muchas cosas materiales es fundamental; la competitividad es imprescindible; la clave es el crecimiento; ha de aumentar el consumo. El camino para cambiar esta sociedad, pues, es largo y difícil. Por eso no sale la gente a la calle. Que solo la mitad de la población cuestione la monarquía a estas alturas indica el nivel de conciencia crítica que hay. Y la conciencia crítica no se improvisa. Transformar la sociedad y el país no es una carrera de velocidad, sino una maratón.
Se avanza. Pero hay que quebrar el desistimiento. Para el régimen es esencial impedir que el pueblo salga del sopor conformista y también que crea que no hay nada que hacer. Porque el poder sabe la potencia de la ciudadanía indignada. Y tiene más miedo del que imaginamos. Todo cambio siempre parece imposible, hasta que se logra, decía Mandela. Pasó 27 años en la cárcel, pero logró una Sudáfrica libre de apartheid. Cuestión de esperanza.