Rafael Pequeño, el enfermero, conoció a todas esas víctimas. Eran sus amigos, vecinos y familiares. Muchos eran también sus pacientes
El VIH fue detectado por primera vez entre los waraos en 2007 y se cree que fue introducido por un migrante que regresó a su comunidad, uno de los muchos jóvenes de la etnia que buscó trabajo en ciudades lejanas como limpiadores de casas, guardias de seguridad, vendedores ambulantes o en la prostitución.
Un estudio publicado en 2013 advirtió sobre una epidemia creciente. La investigación reveló que casi el 10 por ciento de los adultos que vivían en ocho aldeas de la etnia dieron positivo en las pruebas de VIH; un dato que, según los investigadores, constituye “una alta prevalencia dramática”. En una comunidad, alrededor del 35 por ciento de las personas examinadas resultaron VIH positivo. En comparación, la prevalencia de la enfermedad entre la población adulta en América del Sur y Central fue de apenas cinco por ciento.
Para empeorar las cosas, los expertos dicen que el tipo de virus que llegó a la población es particularmente agresivo, con el potencial de generar sida más rápidamente que otras cepas. Según los investigadores, la epidemia podría ser “devastadora” para los waraos.
El virus también se extendió debido al vacío de información entre los miembros de la etnia. “Algunos simplemente nunca me creyeron o no me prestaron atención”, recordó Julián Villalba, un médico venezolano que dirigió la investigación.
La ausencia de programas de prevención, junto con las severas barreras idiomáticas, ya que muchos waraos son analfabetos y no hablan bien el español, permitieron que se reproduzca la ignorancia sobre la enfermedad.
Villalba, quien ahora trabaja en la Facultad de Medicina de Harvard, estima que más del 80 por ciento de los waraos que diagnosticó entre 2010 y 2012 murieron. El médico dijo que cuando los funcionarios del Gobierno se dieron cuenta de sus alarmantes descubrimientos, algunos trataron de intimidarlo para acabar con su labor. “No querían mostrar que las políticas fallaban”, dijo, en referencia a gestión de Maduro.
“Tenemos un Gobierno que busca silenciar todo”, dijo Ernesto José Romero, el vicario apostólico de Tucupita, durante una entrevista en San Francisco de Guayo. “Dicen que se resolverá. Pero cada vez mueren más personas”, señaló.
Maniatado
Rafael Pequeño, el enfermero, conoció a todas esas víctimas. Eran sus amigos, vecinos y familiares. Muchos eran también sus pacientes. Nacido y criado en San Francisco de Guayo, Pequeño, trabajó durante quince años como enfermero en el hospital del pueblo. También se desempeñó como la persona de referencia en la región del delta para la distribución de medicamentos antirretrovirales.
No es que haya mucho que repartir pero, de vez en cuando, dijo, los funcionarios de Tucupita envían cajas de medicamentos, a veces con estudiantes de medicina de la Universidad Central de Venezuela. Pero explica que nunca es suficiente para asegurar un suministro constante para todos los pacientes con VIH del área y la mayoría de las veces no tiene nada que darles. “Soy como un soldado sin su arma”, se lamentaba Pequeño. “No puedo hacer nada”.
Pequeño, quien vive en San Francisco de Guayo durante estos últimos años, perdió el contacto con muchos de los pacientes que residen en las aldeas que monitoreaba. Pero una mañana hace algunas semanas, fue a hacer un recorrido para ver cómo estaban algunos de ellos.
Al acercarse a Jobure de Guayo y revisaba su cuaderno con el registro de pacientes. Señaló el lugar donde vivía Quintín, el jefe de la aldea. Mientras la embarcación se movía a lo largo del muelle, la gente saludó calurosamente al enfermero desde sus casas.
Realidad vs tradición
Pequeño tomó asiento en el piso de la cocina comunal de la familia Quintín, una plataforma abierta hecha de tablones de madera y protegida por un techo de palma. El aire estaba lleno de los sonidos que caracterizan a las sociedades más antiguas: el crujido del fuego de leña, los graznidos de las guacamayas, el chasquido de un remo en el agua o los golpes del machete contra el taro crudo.
En Jobure de Guayo ninguna familia fue tan afectada por la epidemia como el clan del jefe, quien perdió, al menos, a 12 miembros por sida o síntomas similares a los de esa enfermedad en los últimos dos años. Mujeres y hombres, niños y niñas, murieron en sus hamacas de fibra de palma, colgadas en seis casas agrupadas alrededor de la cocina común.
“No hay medicina en el hospital. ¿Por qué?”, se preguntaba Quintín. “En el pasado, si estabas enfermo, hacían todo lo posible por hospitalizarte. Ahora no. Mi gente se muere”.
Armando Beria es un residente de 25 años de Jobure de Guayo que estaba en la lista de pacientes de Pequeño. El hombre dijo que escuchó por primera vez sobre el sida cuando un médico visitó el poblado en 2013 y les hizo exámenes a las personas para detectar el virus. “Me hice el examen y me dijo: ‘Tú también lo tienes'”, recordó.
Él cree que lo contrajo la enfermedad al tener relaciones sexuales con otros hombres cuando era más joven, una práctica común entre los jóvenes waraos, especialmente antes de casarse. El sexo heterosexual, la lactancia y el contacto con sangre infectada son otras formas de transmisión entre ese grupo de personas.
Beria sufrió brotes recurrentes de diarrea, dolores de cabeza, dolores musculares y comenzó a perder peso, aunque aún tiene suficiente energía para pescar y cosechar taro para su esposa y sus cuatro hijos pequeños.
Su esposa dio negativo dos veces para VIH. Hace un año se practicó la prueba más reciente. Pero las lesiones características de la enfermedad comenzaron a aparecer en su cuerpo. “Creo que ahora ella lo tiene”, dijo, aunque no puede saberlo con seguridad porque no se hace los exámenes.
El uso de los medicamentos, cuando llegan a la zona, es deficiente, dijo Pequeño. Los pacientes abandonan su tratamiento porque les produce náuseas o porque comienzan a sentirse mejor.
Y, sin tratamiento, muchos waraos buscan soluciones en la medicina tradicional, lo que convirtió en una figura clave al wisidatu, un sanador chamánico de esa etnia. La enfermedad, según creen muchos indígenas, es el resultado de la brujería.
Algunos familiares de Quintín dicen que son víctimas de una maldición infligida por un exresidente del pueblo a quien otros acusan de ser un hoarotu, un chamán maligno.
Mikaela Pérez, de 33 años y nieta de Quintín, dijo que el conflicto se originó en una disputa entre su padre y otro aldeano. Ella dijo que ese hombre le puso un maleficio a su padre, cuya muerte por síntomas similares al sida fue seguida por el agravamiento de otros miembros de su familia. “Una familia llega a su fin”, dijo Pérez. “Antes todos vivíamos juntos muy felizmente. Pero ahora llegamos al final”.