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“Al ayudar te ayudas”, dijo R. W. Emerson, escritor norteamericano del siglo XIX. Una de las compensaciones más hermosas de la vida es que no se puede ayudar sinceramente a nadie sin que, al mismo tiempo, uno se ayude a sí mismo. Los seres humanos formamos una gran familia cuyos componentes dependemos los unos de los otros. Lo que hacemos en provecho de los otros, acaba siempre redundando en el propio beneficio.
Cuando nos afanamos en alcanzar nuestras metas de espaldas al entramado que nos relaciona con nuestros semejantes, corremos el riesgo de hacer un esfuerzo vano, hasta comprobar que hemos estado persiguiendo una escurridiza quimera.
La felicidad a la que todos aspiramos no debe buscarse en paraísos lejanos, ni es alcanzada tan sólo por quienes protagonizan hazañas memorables. Consiste en vivir en armonía con el propio yo, en tener conciencia de la propia dignidad, en el reconocimiento de la identidad espiritual que nos es propia y de la presencia de esa misma dignidad en las personas con quienes nos relacionamos y las que no también.
Quienes miran a las personas como simples unidades de una sociedad deshumanizada, frustran cualquier posibilidad de mantener relaciones creativas que ayuden a los otros a ser mejores personas y más felices.
Cuando empobrecemos nuestro contacto con los demás hasta no ver más que sus limitaciones, en realidad, reforzamos, en la mente de esas personas sus propios miedos que les impiden superarse. Por el contrario, en la medida en que somos capaces de tratarlos como seres con vocación de transcendencia más allá de sus apariencias, entonces les estamos ayudando a descubrir su vida interior más auténtica y plena.
No es posible alcanzar la felicidad al margen de una mirada comprensiva hacia quienes son nuestros semejantes. Una mirada limpia y clara que alcance la realidad profunda que atesora todo ser humano. No creo sea otro el tipo de armonía a mantener con los demás que pueda garantizar nuestro propio bienestar espiritual.
Siguiendo a Francisco de Asís, debemos entender que, si mantenemos los ojos del alma abiertos, extraeremos portentosas enseñanzas, como sostuvo Sri Lanka, de los árboles, del viento, del arroyo, de la flor modesta en la que nadie repara y hasta de las mismas piedras que encontramos por el camino. Porque el hombre que vive atento podrá encontrar sosiego para su espíritu en la hoja que cae, en el canto de la corriente de un riachuelo o en el susurrante soplo del viento que apaga la luz de una modesta candela.