A lo largo de la historia mundial, y en las Américas, desde la época colonial, se usó el destierro como un mecanismo administrativo para alejar a personas que generaban problemas sociales, y también como un medio para poblar regiones periféricas
“La lucha por el poder es dura, e ingrata en algunos casos, pero vivir forzadamente, fuera del país natal, es todavía más duro”, contado por quienes han pasado por esta amarga experiencia. Hay quienes prefieren sufrir cárcel en su tierra que permanecer “libres” en el exilio. Quien luche por la libertad y la justicia, contra un régimen autocrático, corre el riesgo de pagar cara su osadía, porque si llega a ser columbrado por un patriota cooperante, podría ser castigado, cuando menos, con el extrañamiento de su grupo familiar y su terruño. La historia de cualquier nación está llena de casos de destierro.
En el mundo al revés, lo más común ha sido que los regímenes autoritarios expulsen a sus adversarios políticos. También se han dado casos de “autoexilio”: escritores deseando expresar sus ideas democráticas, han escogido el camino del éxodo para preservar su libertad y en algunos casos hasta la vida. Para la mayoría de los expatriados, la ausencia ha sido temporal. Tan pronto retornó la libertad, regresaron a su tierra, sin embargo, ha habido otros, no pocos casos, en los que debieron permanecer largo tiempo en el exilio, evocando con nostalgia su querencia. Incluso, algunos de ellos, jamás pudieron volver a pisar el suelo patrio. Corto o largo, el exilio siempre es terrible para quien lo sufre.
Es espantoso residir en tierras extrañas, ¬siempre sobreviviendo y no viviendo, lejos de familiares y amigos, sin poder volver al país, ni de visita. Luis Roniger, profesor argentino, autor del libro, Destierro y exilio en América Latina, dice que: “Una verdadera democracia debe generar actitudes de respeto, de diversidad, transformando a los opositores, de enemigos a muerte, en interlocutores con los cuales poder dialogar, además de competir por el poder político”.
El escrito de Roniger se ocupa del destierro, no solo desde una concepción individual, sino que se centra en las consecuencias políticas y sociales que ha dejado en los estados latinoamericanos. Analiza su impacto como un factor transnacional, persistente y variable, en la historia de América Latina. La obra del escritor gaucho sostiene, que el destierro en sus dos variantes: exilio forzado y expatriación, es un mecanismo institucionalizado de exclusión política y control de las esferas públicas, el cual fue adoptado por los estados latinoamericanos a lo largo de dos siglos de vida independiente.
En los últimos años, los estudios de destierro y exilio, se han transformado en un campo de estudio transnacional e histórico en pujante expansión. El libro de Roniger analiza las raíces históricas, y el desarrollo de este mecanismo de exclusión política y sus consecuencias para las sociedades de nuestro continente. A lo largo de la historia mundial, y en las Américas, desde la época colonial, se usó el destierro como un mecanismo administrativo para alejar a personas que generaban problemas sociales, y también como un medio para poblar regiones periféricas.
El destierro fue usado por el imperio chino para desplazar personas hacia la provincia de Xinjiang; por el imperio zarista, direccionando hacia Siberia; por el imperio británico, expatriando hacia Australia; por el imperio lusitano llevándolos hasta Brasil y por el imperio español, desplazándolos hacia sus territorios en las Américas. Bien pronto, en las inmensidades del territorio americano, “vemos replicado el uso del destierro al interior de los territorios anexados al control imperial”, escribe Roniger. “El destierro nunca fue el único mecanismo de control usado, sumándose principalmente al encierro en prisiones y a las ejecuciones. La frase preferida de los tiranos y que resume las medidas alternativas de penalización, era y sigue siendo: el encierro, el destierro o el entierro”.
Dice Roniger, que a través del tiempo, el destierro ha proyectado, en forma a menudo manipulada por dictadores como Somoza o Trujillo, una imagen paternalista y no sanguinaria de quienes detentan el poder, al tiempo de satanizar a quienes deben partir, obligados, al exilio. La otra ventaja para las tiranías es que, al desterrar la oposición, o forzar su expatriación o “autoexilio”, evitan la posibilidad de ampliar la lucha política hacia las clases populares. Pues si este fuera el caso, deberían enfrentar el peligro de que las masas repitieran lo que sucedió en Haití, durante el tránsito a su independencia: la clase dominante fue aniquilada por completo.