“Es difícil mirar a tus hijos sabiendo todo lo que hiciste”

José Rodríguez Oberto (46) se considera un “sicario arrepentido”. Tras pasar 23 años entre la cárcel y como líder de una banda ahora dirige un templo y rescata jóvenes. El proyecto familiar incluye constriur habitaciones en el templo para dar posada a los jóvenes en situación de calle. El pastor se concentra en rescatar muchachos de las bandas

En 30 minutos resumió su vida. Unos 16 años de ella, José Gregorio Rodríguez Oberto la gastó entre robos, extorsión, cobro de vacunas, secuestros, asesinatos, en amoríos con prostitutas y en la cárcel. El pastor de la Iglesia La Nueva Jerusalén no se enorgullece de esa época. Agradece, sin embargo, que esos caminos lo llevaron a Cristo. “No es la hoja, sino el fruto lo que realmente comprueba la calidad del árbol. Llevo 23 años sin pisar una cárcel y seguiré así”.

Hizo una pausa a su trabajo como gerente en una empresa y evangelizador en el templo para atender a La Verdad en su oficina pastoral, en el barrio El Gaitero, al sur de Maracaibo. “Amotinamiento”, como lo apodaban en su banda delictiva, aseguró que la miseria, la confusión y las malas decisiones lo empujaron a la delincuencia.

Su madre, Robertina de Rodríguez (78), atendió su propio parto. Un fuerte dolor en el vientre y continuas contracciones. De pronto rompió fuente, la sangre y el agua corrían; “se acostó en el piso de la sala, abrió las piernas y me pujó”. De los años siguientes a su nacimiento solo recuerda el hambre. No menciona a su padre, pero sí a sus 10 hermanos. 

A los siete años ya deambulaba por el centro de Maracaibo. Tuvo la oportunidad, se acercó a una mujer, le arrebató la cartera y corrió. “Quizá existía otra posibilidad, pero en ese momento disfruté del robo y del dinero fácil. Le agarré el gustico”. Al conocer de dónde provenía el dinero que llevaba a su casa, su madre amenazaba con suicidarse y su hermana empezó a decirle “bastardo, ahora le doy la razón”. Del hurto pasó al consumo de bazuco y la dependencia en la droga lo llevó al asesinato. 

– ¿A cuántos llegó a matar?

Miró a los ojos a su interlocutor, una sombra de duda se le reflejó en rostro. “Es una pregunta fuerte, pero si no mataba a alguien no comía. Esas son cosas que al hablarlas se le dan gloria al diablo, no quiero recordarlas”.

Destierro

En cuatro años, la adición lo llevó a infringirse dolor para sentirse vivo. Su familia lo repudiaba, cuando lo veían llegar le cerraban la puerta. A los 11 años decidió no volver a su casa. Se internó en la calle acompañado con un perro callejero. Su única pertenencia era una bolsa plástica con bazuco. En los primeros días durmió en la parada de Fundabarrio. Se mudó luego a una zanja de la Circunvalación 2, debajo de un árbol en el barrio Los Chorupitos, todo le daba lo mismo. “En ocasiones no sabía ni en dónde estaba”.

El pastor asegura que a veces despertaba de su letargo, reaccionaba, se veía comiendo lechuga en un basurero cerca de la autopista. “Pensaba en buscar a mi familia, quería comenzar de nuevo”.

A los pocos meses de abandonar a sus parientes, a Rodríguez lo internaron en un albergue. Al poco tiempo volvió a la calle y conformó la banda Los Animales dedicada a todo tipo de actos delictivos. Terminó convirtiéndose en un delincuente multifacético: robó, extorsionó, cobró vacuna, secuestró y asesinó a inocentes a lo largo de su juventud.

-¿Dónde operaba la banda delictiva?

– En el sector El Callao, la comunidad nos llamaba Los Animales, por nuestros apodos. A uno le decían el “Lagartija”, a otro el “Piojo”, el “Mono” y así sucesivamente.

– ¿Y a usted cómo le decían?

– Me llamaban “Amotinamiento”, porque no me le quedaba callado a nadie. Tenía el carácter fuerte. En el barrio Chino Julio me decían el “Bodrio”. No respetaba a nadie. Vivía bajo la ley del macho vernáculo. Hacía cualquier cosa para sobrevivir, eso era lo importante.

Cerca de la muerte

A los 16 años lo encerraron en el retén. Al poco tiempo sus compañeros de celda lo tomaron por sorpresa, y sin mediar palabras le asestaron una puñalada en los testículos, perdía sangre, el dolor era insoportable. Logro salvarse. “Fue voluntad de Dios”.

Dos años después terminó preso en Puente Ayala, en Barcelona; allí permaneció un año y ocho meses. En un penal de Barinas estuvo casi un año. En la Cárcel Nacional de Maracaibo, en Sabaneta, lo encarcelaron en dos ocasiones; la primera, permaneció ocho meses y la segunda, cuatro meses.

Las lágrimas corrieron por su rostro cuando recordó su estadía en la cárcel de La Hormiga. Unos reclusos intentaron estrangularlo, tomaron un mecate, se lo colocaron en el cuello y lo colgaron de una viga; la soga se rompió, cayó al suelo, sobrevivió. “Dios tiene un propósito para cada persona”, repitió una y otra vez mientras miraba al suelo.

En su última estadía en la cárcel de Sabaneta casi se carboniza durante el incendio de 1994. Recordó que el fuego en la cocina se extendió hasta el Pabellón A, donde se encontraba. Las llamas le impedían observar como sus compañeros de celda se carbonizaban, solo escuchaba sus gritos de dolor.

Cuando el fuego llegó al Pabellón B, la pared se derrumbó, pudo escapar junto a 20 reos más. Atribuye a Dios la acumulación de gases que provoco la caída de ese muro.

En su estancia entre los muros tuvo dos hijos, Vanessa (27) y José Andrés (23), a ambos los procreó en sus amoríos con prostitutas.

Última fumada

Después del incendio, el Gobierno otorgó indultos a una docena de presos, entre eso estaba Rodríguez. Recobró su libertad sin la mínima muestra de cambio. Regresó a la calle y al consumo de bazuco. Fumaba en la vía cuando unos funcionarios de la Policía científica le dieron la orden de alto, no la acató, prefirió correr. “Querían matarme”, apuntó.

Los efectivos subieron a la patrulla, lo acorralaron y decidió rendirse. Para su sorpresa guardaron las armas de reglamento y se marcharon; levantó la bolsa de bazuco del pavimento, caminó unas cuadras hasta llegar al frente de la casa de Gladys Mendoza, quien pese a sus insultos le dijo: “Cristo te espera, quiere que los conozcas”.

No hizo caso, fumó todo cuando pudo hasta dormirse. A las 10.00 de la noche se topó nuevamente con la vecina y esta lo invitó a la Iglesia Evangélica El Silencio. El pastor a cargo, cuyo nombre no mencionó, lo reprendió y echó por los harapos que vestía. Igual se quedó al sermón y se identificó en cada palabra. Al finalizar lo encerraron en una habitación por 45 días.

Cuando conoció a Cristo, su vida se transformó. A los 23 años decidió bautizarse, buscó trabajo, reunió algo de dinero y compró un terreno en El Gaitero. Allí empezó a construir el templo. Nueve años después conoció el amor, formó un hogar y tuvo otro hijo, Elías Josué.

“Es difícil mirar a tus hijos sabiendo todo lo que hiciste y más aún cuando tienes que hablarles sobre eso”. El primero en preguntarle por su pasado fue José Andrés. Su madre lo alejó de la cárcel y ese mundo. Lo conocí mucho después. Ahora es ingeniero y me apoya en los proyectos en la iglesia.

“Antes yo era un sicario, mataba para poder comer y drogarme. Cristo es sicario, él murió por nosotros y después renació. En la iglesia La Nueva Jerusalén somos sicarios arrepentidos, queremos morir como Cristo murió, en la cruz”.

Junto a sus dos hijos mayores y su nueva familia trabajan por el rescate de jóvenes en situación de calle y delincuencia. Entre sus proyectos está la construcción de habitaciones en el templo para darles asilo a los muchachos. 

Quienes aún viven en el mundo delictivo escuchan sus consejos y le recuerdan: “Sabes cómo nosotros vivimos”. Ante esa frase tan repetitiva les respondo: “Ahora, yo te quiero mostrar una nueva forma de vivir”.

 

 

 

 

Visited 4 times, 1 visit(s) today