Este jueves, en el enésimo naufragio frente a la costa, murieron al menos 150 de estos inmigrantes subsaharianos
Como los esclavos modernos que son, sólo pueden elegir entre la ruleta del mar o las bombas en tierra. Así es el sombrío presente de las personas que aguardan suerte en la gran sala de espera de la inmigración de Libia. Este jueves, en el enésimo naufragio frente a la costa, murieron al menos 150 de estos inmigrantes subsaharianos, ya previamente sometidos a la terrible selección natural que impone el Sáhara y las redes de tráfico de personas. Si las cifras son correctas, sería el naufragio más mortífero en lo que va de año en el Mediterráneo.
Acnur advirtió que eran 300 los embarcados y que murieron alrededor de la mitad, ya que el resto fue rescatado por pescadores locales y entregados a la Guardia Costera libia, un grupo a sueldo de señores de la guerra que maltrata a los rescatados (hecho documentado) y los encarcela en centros de detención en condiciones infrahumanas. Uno de estos lugares de hambre y tortura fue bombardeado el 3 de julio en Trípoli. Fallecieron 44 inmigrantes. La ONG Médicos Sin Fronteras, presente en Libia, ha podido atender a 135 supervivientes.
Desde hace unos meses, las trabas impuestas a las ONG para patrullar y monitorear en tiempo real las aguas internacionales frente a Libia hacen que sea mucho más difícil conocer el número real de muertos. Las embarcaciones siguen saliendo porque suponen un gran beneficio para los traficantes, a sabiendas de que, sin misiones de rescate, su destino es la muerte.
Las embarcaciones, de goma o de madera, no están preparadas para esa travesía hacia Malta, Sicilia o Lampedusa. Sobrecargadas como van, sus ocupantes solo pueden soñar con alcanzar las aguas internacionales a unas cinco o seis horas mar adentro de la costa. En el amanecer libio, desde algunas playas se aprecian las luces lejanas de los pozos petrolíferos, con sus llamas reflejadas en el cielo.
Es allí donde los mandan diciéndoles que eso es “Italia”, con algún voluntario reclutado sobre la arena que, por un billete gratuito en la balsa, lleve el motor un teléfono vía satélite para que haga una llamada de socorro a las seis horas de salida. Esa llamada, a la comandancia marítima de Roma, debe activar el rescate. Sin ONG por la zona, sólo pueden confiar en la presencia cercana de un petrolero o un pesquero. Muchos barcos comerciales prefieres apagar su transpondedor para no aparecer en los radares y así sortear los problemas que luego puede causarles llevar en el barco a cientos de inmigrantes rescatados: ni Italia ni Malta abren sus puertos, y la decisión política de permitirles desembarcar puede demorarse semanas mientras ellos esperan en alta mar. En 2017, según datos de ACNUR, llegaron 181436 personas. En 2019 ese número bajó en 60.000. En lo que llevamos de 2019 estamos en 23370 inmigrantes.
La vigilancia de la costa por parte de las lanchas libias, pagadas con dinero de la UE, ha hecho que descienda el número de inmigrantes que emprende el viaje a través del Mediterráneo central. Los que se arriesgan y son detenidos por estos guardacostas ingresan en los centros de detención, en los que se calcula que sobreviven 5.700 personas con privación de sueño, comida y las mínimas condiciones de dignidad. En el Mediterráneo se sigue dando una guerra entre los estados, que prefieren externalizar sus funciones de seguridad y rescate a estados fallidos como la descompuesta Libia, y aquellas instituciones que prefieren mantener presencia frente a las playas de salida de los inmigrantes. En todo conflicto también hay muertos inocentes. Esta sigue siendo la ruta migratoria más mortífera del mundo, con más de 600 fallecidos sólo este año, pero que no solo mata en el mar.