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Parte de la repulsión que “me inspiran los discursos políticos es lo encarcelados que están en el lenguaje, generalmente anticuado, asfixiado de lugares comunes dictados por asesores de campaña manipuladores de los innumerables sentidos y dignidad de las palabras”, escribe la periodista colombiana, Margarita Rosa De Francisco. Luego señala “el alegato es al mismo tiempo un medio de reproducción social de ese poder. Los políticos pueden ejercer su poder a través del discurso público”.
En Venezuela llevamos 19 años, escuchando de boca de los dirigentes políticos lo sospechoso del sistema electoral. Paradójicamente cuando llegamos al punto de quiebre para su modificación, vemos como algunos partidos comienzan a pistonear y hasta se les desliza la caja de cambios ¡Por algo será!. México asumió resolver de raíz el caso de su órgano electoral para lograr transparencia en los procesos electorales. Ernesto Zedillo, previo acuerdo con Vicente Fox, nombró un organismo electoral independiente y hasta los porteros y personal de mantenimiento recibieron su jubilación porque eran parte de los chanchullos. Venezuela merece un organismo electoral libre de sospechas políticas como hicieron los mexicanos y el PRI, dueño de la trampa, aceptó con un liderazgo renovado.
La diatriba política ama los términos solemnes y con buen peso emocional para que compense su oratoria vacía de significado. Nada que le guste más a un político de aquí que resolver los problemas con un sancocho o una dádiva para espantar la desconfianza del pueblo. El discurso político que se emplea a diario suena, y se lee mal porque los dirigentes políticos de todos los días lo reparten en un idioma hablado y escrito con la misma mediocridad de su contenido. Es un lenguaje que apela a las emociones para legitimar, engañar y conseguir el apoyo popular en la competencia electoral y luego solo queda la amarga frustración de la derrota.