La nevera vacía congela la esperanza

La mente se nubla y “cualquier cosa se puede pensar” para llenarla. Las sensaciones de placer y éxtasis que producen “un gustico” quedaron congeladas  

A Carlos le encanta comer. Tener la alacena llena y decirle a sus hijos, “ahí esta está la nevera, coman lo que quieran”. Sus gustos quedaron atrás, ahora el agua y la luz dentro de su refrigerador ocupan el espacio que en un pasado, no muy lejano, fue dominado por alimentos que lo hacían sentir lleno y esperanzado. 

Abrir la tapa del freezer, en la Venezuela actual, genera una “desolación. Un frío que recorre el cuerpo y dolor. Porque el hambre duele y las vísceras se mueven al son de una danza funesta que arruga el corazón”. Luis Francisco Cabezas, director de la ONG Convite, explica que alguien que tiene a su lado un niño llorando porque no consigue algo para comer, puede perder la racionalidad. “Piensan en salir a pedir, roban comida o la piden y no la pagan. Quieren vender lo poco que tienen y se preguntan de qué les vale tener solamente agua y luz”. 

Este escenario genera cuadros depresivos, aislamiento, susceptibilidad, agresividad, desesperanza y miedo. Cabezas enfatiza que las reuniones para almorzar disminuyeron, no solo por la carencia de alimentos en los platos, sino por pena. “Llevan un poquito de arroz con huevo en la vianda y para muchos es algo desolador. A nadie le gusta exhibir su mal momento. Se retraen, asumen actitudes atípicas y se encierran en sí mismos. No todos tienen la fuerza e inteligencia emocional para vivir una situación como esta”.

De manos atadas 

La ausencia de soluciones carcome a los padres que obligados le dicen a sus hijos, “no tenemos nada”. El momento, de acuerdo a sus palabras, gestos y caras, es “aterrador”, porque se sienten “incapaces” y se preguntan de qué vale cumplir un horario, trabajar horas extras o dejar de ir a un parque, si “ni siquiera” pueden garantizar un bocado. 

La historia de Carlos no es exclusiva y la inseguridad alimentaria está presente en nueve de cada 10 hogares venezolanos, según la Encuesta sobre Condiciones de Vida 2016, que además, demostró que en el 93,3 por ciento de las familias el ingreso no alcanza para la compra de alimentos. 

Jesús Romero, un joven de 22 años que reside en Integración Comunal y trabaja como vendedor informal en el centro de Maracaibo, señala que no tener dinero para comprar los productos que necesita para ocupar los espacios vacíos dentro de su refrigerador es “catastrófico”. Quiere solucionarlo, pero no encuentra la manera. “Se me venían muchas cosas a la cabeza, incluso pedir dinero. No me da pena hacerlo, porque tengo una bebé y ella necesita alimentarse”. 

Derrotados por la vida 

La comida se conecta con las creencias, valores e ideologías. La escasez, dependiendo de cada situación, produce miedo, rabia, desesperación y frustración. Se crea un ciclo de emociones encontradas, donde abundan sentimientos como la tristeza y las personas entran en un estado de parálisis emocional en el que la desesperanza funge como bandera. 

Irma Peña, psicóloga clínica, comenta que en un contexto como el venezolano, las personas comparan su presente con recuerdos del pasado. La comida es asociada con abundancia, logro de objetivos y responsabilidades cumplidas. Detrás de ella, existen factores emocionales que se conectan con las sensaciones de placer y efectividad. “Los alimentos tienen enlaces emocionales y al entrar en contacto con el organismo se generan sensaciones placenteras, de relajación y alivio, que favorecen el estado anímico y producen éxtasis”.

La comida, horas de ingesta, tipos y calidad, te marcan desde pequeño, según la psicóloga, y las consecuencias de no tenerla generan estrés, angustia, terror y se suman al resto de cargas. “Crea preocupación y malestar. Las personas no cambian de personalidad, pero sí su estado anímico. Están menos atentos, concentrados, pierden rapidez mental y se deprimen. Sienten impotencia y se creen malos padres”. 

Muchos se acostumbraron a ver la nevera con una jarra de agua, dos tomates o con un bombillo que no se cansa de titilar. A otros no les preocupa y satisfacen su necesidad con un pedacito de pan o plátano que alguien les da, mientras que la tristeza embarga al resto que comparte su plato o ve el congelador como un espacio frívolo y funesto que lo deja en estado de shock y con el corazón congelado. 

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