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Para ser un politiquero de postín se necesita poseer, en primer lugar, ese afán desmesurado y congénito de querer vivir a expensas del Estado y, en segundo lugar, nacer con aquella vocación de siervo que hace de la adulación y el elogio las principales probidades. Es necesario acostumbrarse a llevar la virtud echada a la espalda y tener una piel de cachicamo para que todo le ruede sin que le perturbe el menor de los escrúpulos.
El novato no obstante su inepcia verbal, debe entrenarse en el difícil arte de la retórica, opinar sin conocimiento de causa pero siempre disfrazado de argumento para poder hablar dos horas y no decir nada. Tiene que abolir sus principios morales para no ser voz sino eco, alimentar sus apetitos materiales para que éstos superen a los espirituales. Son etapas difíciles de obediencia incondicional al jefe. El valor trabajo se sustituye por el valor negocio. Se inculca la tolerancia a la complicidad y el concepto que el honesto es un pusilánime que estorba.
Más adelante, los que logran que la degradación moral borre todo vestigio de dignidad, ascienden a la etapa del amiguismo, padrinazgos y tráfico de influencias y, aunque aún no se les permite delinquir abiertamente, pueden empezar a dejar de ser honestos. No todos lo logran, muchos mediocres don nadie, quedan revoloteando cual moscas aduladoras alrededor del estiércol de los que han surgido.
Pero los que logran ascender comienzan la fase más fascinante de su metamorfosis camaleónica. De un gusanito insignificante surge una dispendiosa, apabullante y generosa tara bruja. Son simpáticos, caen bien, no son avaros, regalan mucho, embadurnan mucho, dejan una estela de complicidad sutil que compromete desde el magnate vividor, hasta el pata en el suelo a través del chantaje de las misiones, CLAP, Carnés de la Patria y otros delitos.
Pero es en el tiempo de elecciones (reparto del botín de la patria) cuando se quitan la careta. Deserción, conjura y complot. Surgen las componendas, se pone precio a lo que queda de moral. Y los votantes asombrados y confundidos se unen en una estampida suicida que desemboca en el basto océano de la apatía, permitiendo que los ineptos políticos con su inocultable empirismo destrocen y saqueen a la patria. Que oiga quien tiene oídos…