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En el Panteón de Dolores, uno de los más grandes y concurridos de la Ciudad de México, esta tradición se vive en familia.
Ayudando a los más veteranos, los capitalinos caminan por los extensos pasillos que hilan las tumbas hasta llegar a las de sus seres queridos, donde comienza un proceso que todos los años se repite como un ritual.
Primero las limpian con agua y un paño, las adornan con el naranja del cempasúchil -con cuyos pétalos trazan una gran cruz- y depositan aquellas ofrendas que los que ya no están disfrutaban en vida, mientras que algunos completan la decoración con papel picado de colores.
Después de esto comienza una convivencia entre vivos y muertos en la que algunas familias, como la de Graciela Manzano, pasarán horas en el panteón, de la mañana a la tarde, para disfrutar juntos la comida, la música o la simple conversación.
"Nos juntamos aquí para desayunar con los muertitos que tengamos, porque de hecho esa es la tradición (...) y regresar a casa para ponerles incienso y el camino de regreso", afirma a Efe, rodeada por su familia, que echa de menos a la madre de Graciela, María Eliza, fallecida hace poco más de un año.
En su casa el martes prepararon para su madre una de las tradicionales ofrendas con café, mole recién hecho, pan de muerto, sus galletas favoritas, dulces, cerveza, tequila y fotografías; todo preparado para la llegada de los difuntos en la noche.
"Y de hecho, sí llegaron", asegura Graciela, ya que en la noche su hermana y su cuñado escucharon a alguien correr, y cuando se despertaron vieron que el café se había consumido.