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“Nunca nuestro futuro ha sido más impredecible, nunca hemos dependido tanto de fuerzas políticas en las que no se puede confiar para seguir las reglas del sentido común y el interés propio, fuerzas que parecen pura locura…”.
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Hannah Arendt (1906-1975)
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En Venezuela lo que es extraordinario en otros lugares por aquí es “normal”. Somos una sociedad aséptica e indolora a tanto desarreglo social. Dos presidentes, dos tribunales supremos de justicia y tres asambleas nacionales dan la medida de una institucionalidad quebrada, cuya Constitución es invisible o en todo caso un subterfugio para los aventureros de la ocasión. Y en esto llevamos décadas desde que el chavismo se encumbró en el poder pretendiendo asumir la hegemonía perfecta. Ojalá fuera solo esto: en realidad el desarreglo en el ámbito de la política, pretendidamente formal, tiene como epicentro una sociedad desestructurada y desmontada de los referentes que le dan sentido a la modernidad. El realismo mágico de Gabriel García Márquez (1927-2014) ha sido superado en la realidad venezolana.
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El tema no es tan sencillo porque ya es un asunto de siglos enteros. Lo cual nos puede llevar a la conclusión, algo atrevida aunque no descabellada, que los tiempos coloniales en manos del rey de España fueron los más estables en la Historia de Venezuela. Se me dirá que luego de la muerte de Juan Vicente Gómez (1857-1935) hubo una gran Venezuela entre los años 1936 y 1989 de la mano de la bonanza petrolera: cierto, aunque no lo suficiente consistente para exorcizar los demonios del militarismo que hoy manda en el país.
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Lo sucedido en la Asamblea Nacional este 5 de enero fue algo parecido, aunque nunca igual, a lo que ocurrió en el año 1848 cuando el líder del Partido Liberal y presidente constitucional por el período (1847-1851), José Tadeo Monagas (1784-1868), decidió asaltar el Congreso de ese entonces a razón de que su enemigo declarado José Antonio Páez (1790-1873), líder del Partido Conservador, intentó desde esa instancia abrirle un juicio político e intentar su destitución. Las turbas bajo instigación de los partidarios de Monagas asaltaron el congreso y fallecieron cuatro diputados, entre ellos el diplomático y paecista Santos Michelena (1797-1848). Se dice que Santiago Mariño (1788-1854), destacado militar de nuestra independencia, junto al presidente en funciones José Tadeo Monagas se encargaron ellos mismos a caballo en acabar con el tumulto. Desde entonces la frágil división entre los poderes en Venezuela quedó abolido. Solo el Ejecutivo con el apoyo de los militares y el uso de la fuerza sin límites se convirtió en el único poder absoluto en una Venezuela de caudillos, que jugaba a ser una república sin serlo en la realidad.
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En Venezuela después de la Independencia (1810-1830) todo acto de fuerza de un partido o ejército privado de algún caudillo redentor empezó a llamarse “revolución”, pisoteando el término y su significado. En realidad la “revolución” era un golpe de Estado o una invasión sobre un orden político precario solo sostenido por las armas. Esto de las constituciones y la prevalencia del mundo civil nunca ha calado hondo porque es un asunto de educación, cultura y urbanidad próspera.
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Simón Bolívar (1783-1830) fue partidario de la dictadura con algunos adornos liberales, esto último como concesión a la galería internacional, porque bien sabía que en Venezuela no había ciudadanos. La Independencia acabó con la clase pudiente de los mantuanos a la que él mismo perteneció y el triunfo final sobre los partidarios de España lo administraron los caudillos, todos ellos bárbaros y con plena conciencia de que el más bruto y cruel terminaría prevaleciendo. De hecho, Páez desde el año 1826 rivalizó contra Bolívar y nunca más se le subordinó. Tanto es así que Bolívar tiene prohibición de entrar en su propio país de nacimiento. Páez que es el padre de la nación Venezuela es el primer presidente entre 1831 y 1834 luego de la disolución de la Gran Colombia (1819-1830). Obviamente que no iba a renunciar por un asunto legal teniendo el monopolio de las armas o una buena parte de ellas. Así que decide seguir mandando a través de un “favorito” o “válido” o “títere” y para ello se escogió el nombre de José María Vargas (1786-1854), rector de la Universidad Central de Venezuela, un civil en un mundo negado a los civiles.
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En realidad, Vargas no mandaba sino Páez. Y ante esto hubo la reacción militar por parte de Santiago Mariño, el libertador del oriente, aunque un tanto venido a menos, pero que no se resignó a vivir en las sombras. A Mariño le acompañaron: Diego Ibarra, Pedro Briceño Méndez, José Laurencio Silva, José María Melo, Blas Bruzual, Luis Perú de Lacroix, Pedro Carujo, José Tadeo Monagas, Renato Beluche, Andrés Level de Goda y Estanislao Rendón. Todos ellos antipaecistas y con un programa pro-bolivariano. Ya en ese entonces a Bolívar y su legado se le utilizaba como pretexto ideológico patriótico, cuando en realidad lo que se defendían eran intereses de personas o de grupos por encima del interés nacional como ocurre hoy en día. La historia en sí es muy aburrida porque es predecible y monótona en todo lo que pasa.
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Carujo arrestó y depuso a Vargas a través de un golpe de Estado, práctica esta que ya hemos convertido en una rutina política nacional sirviendo a los designios del conspirador mayor de ese entonces: Santiago Mariño. Ha quedado en el imaginario popular el supuesto diálogo entre el militar patán y el ilustrado civil: “Doctor Vargas, el mundo es de los valientes…”, diría Carujo. “El mundo es del hombre justo”, respondió Vargas. Lo cierto del caso es que al “hombre justo” le obligaron irse al exilio haciendo del atropello la principal cortesía en un mundo bárbaro. Yo me creo que esto del diálogo es más un invento que algo real, pero los mitos son más reales que cualquier intento de imponer la razón. Y en Venezuela nuestra historia es mitológica. Carujo si bien fue un militar tampoco era un analfabeta y hasta hace poco un grupo de sesudos historiadores reivindicaban la necesidad de historiarle más allá de un juicio apresurado de una historia tendenciosa. Porque Carujo es la fuerza y Vargas la inteligencia: estas dicotomías evangélicas en vez de ayudar nos llevan a una teología de la confusión más enrevesada. Lo importante es que hubo una lucha por el poder más allá de una legalidad frágil y que los caudillos del momento se enfrentaron en una lucha a muerte. Lo demás, es teatro del absurdo.
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La Venezuela del siglo XIX, nunca convalidó la gran aspiración luego de la victoria contra España en la independencia, de asumir un destino de prosperidad y logros civilistas como si fue el caso de los Estados Unidos. Por el contrario, fue un siglo perdido donde la estructura institucional de la colonia, un referente de orden y progreso para la época, quedó destruido y sustituido por otro de tipo republicano liberal, filosóficamente progresista, aunque anulado por la bota militar de naturaleza reaccionaria y primitiva. Las hegemonías se repartieron entre Páez, Monagas, Guzmán Blanco y Joaquín Crespo al frente de partidos que en realidad eran ejércitos, y no nacionales precisamente, sino del caudillo hegemónico de turno que desde el abuso y la arbitrariedad se hacía investir de una legalidad de buenas intenciones. Si ha existido una constante en la historia política de Venezuela es la influencia decisiva como árbitro de las fuerzas militares.
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Solo hubo un momento, entre 1958 y 1989, que los civiles pudieron mandar atajando al sector militar bajo premisas legales que las prebendas y privilegios que se les otorgó los mantuvieron en un letargo autosatisfecho. No mandaban directamente, pero sí influían en la corte de los milagros de Acción Democrática y Copei hasta que el chavismo vuelve a asumir al ejército como partido armado ya sin disimulos.
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Doscientos años transcurridos desde que Venezuela se hizo una nación independiente y los asaltos a los congresos y la violación reiterada de nuestras constituciones se repiten. El mal banalizado, el delito premiado y la verdad traicionada. Y a pesar de todo el proyecto civilista, democrático y moderno, siempre reivindicado en nuestras luchas sociales, más vivas que nunca.
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