Se
Me gustan los “pequeños países” que hacen de la modestia una virtud, que no se exaltan ante el furor de los mitos y que se avergüenzan de una egolatría nacional sin pudor. Pequeños países que no se vanaglorian y que han atisbado las esplendorosas cimas de los paraísos terrenales que los profetas y filósofos han prefigurado y que la mayoría de los pobres de la tierra creen inútiles por serle esquivos. Pequeños países que se han acercado como pocos a algo tan difuso y deseado que se hace llamar: felicidad social.
Son países como Suiza, que aparece en todos los rankings como la nación más deseada para vivir en prosperidad. Son países como Holanda cuyos gobernantes acaban de convocar un nuevo Pacto Social que procura la desmovilización del hoy aparatoso y caduco “Estado de Bienestar” para proponer algo parecido a una “Sociedad Participativa” cuyas cargas y responsabilidades son de la estricta responsabilidad de sus ciudadanos. Son países como Noruega cuyos visionarios líderes son capaces de erigir un fondo “soberano” petrolero para resguardar el futuro de las generaciones de noruegos en el cielo, es decir, de todos aquellos que aún no han nacido. Son países como Israel, que apartando su vocación belicista ante los enemigos milenarios que le rodean, han sido capaces de sembrar y regar sus cultivos en el desierto produciendo el milagro. Son países como Costa Rica que se da el lujo de suprimir ejércitos por considerarlos una amenaza a la paz de sus propios ciudadanos.
En cambio se me vuelven incómodos y estrafalarios pequeños países vanidosos como el nuestro, cuya gloria es adornada por una retorica vacía e insincera y unos logros materiales precarios bajo el signo de la improvisación.
Venezuela es un pequeño país, un muy humilde país, cuya mitología y folclore la presenta como forjadora de una grandeza estereotipada, artificial. Los venezolanos somos los argentinos del Mar Caribe, un grupo humano enardecido por viejas hazañas de guerras que no convalida el grado de postración en que la inmensa mayoría de la población, prisionera de la pobreza, se encuentra.
Cuando aprendamos a ser “grandes” desde un talante discreto, y hasta con elegancia, y sustituyamos la vivienda de latón y “techos de cartón” destartalada por una sólida de bloques y de buen acabado, digna y decente, podremos decir que Venezuela algún día dejará de ser un “país portátil” de acuerdo a la afortunada metáfora de Adriano González León.