Hoy
Los cuerpos sudorosos se mueven frenéticamente, la sangre corre apresurada y despierta los sentidos, las caderas se contonean al repique del tambor. Es música lo que gritan los cueros agitados por las manos enardecidas.
La vibración de cada tambor y el silbido de las flautas configuran la rica herencia que dejaron los primeros pobladores africanos, por las orillas del Sur del Lago de Maracaibo.
Así lo explica el etnomusicólogo José Bracho. “El chimbánguele presenta códigos de origen ancestral, que se fueron creando y recreado, desde la colonia hasta nuestros días, como forma de resistencia cultural ante la maquinaria desculturadora impuesta al esclavo y a sus descendientes, por parte del poder blanco europeo”.
La costa surlaguense zuliana es uno de los puntos de mayor concentración de población de origen africano, en toda la geografía venezolana, específicamente en el municipio Sucre, donde con mayor ahínco pernoctó el grupo étnico de los bobures, de allí el nombre del poblado.
Aunque no se tiene claro lo que significa el término en lengua aborigen, algunos autores traducen el nombre de la zona como “lugar donde existe y cae mucha agua”. Originalmente se escribe wou’re.
La arena, las palmeras, el sol y la suave brisa del estuario alimentó la energía de la primera sangre africana que llegó al Zulia, para poblar las comunidades de El Batey, Gibraltar, San José de Heras, Santa María, Santa Apolonia, Palmarito y Bobures. Una religión afrocatólica surgió, como resultado de un proceso de convergencia cultural entre las razas predominantes de la época.
Culto, danza y fe
El africano, que traía como divinidad a Ajé, el dios de las aguas azules, tuvo que plegarse al culto a San Benito para poder entrar a las iglesias. Por eso, cuando se escucha cantar “Ajé… Benito”, no es otra cosa que la reafirmación de la hermandad de dos corrientes religiosas que aún marchan juntas.
Así nace el chimbánguele, como eje central de la cultura afrozuliana de todo el colectivo de origen afro de la costa sur del Lago de Maracaibo. No en vano, Bracho lo resume como “el total de actividades y manifestaciones que forman parte del ritual del culto a San Benito, cuyo desarrollo no se concibe sin el tambor y las danzas africanas”.
La llama de la sangre afro aún se mantiene viva en todos los oriundos. El brillo de las pieles de ébano y canela es irremplazable y el contoneo de sus cuerpos deja estela en cada generación. De allí que el escritor africanista Jesús García defina ese legado, como “un todo ritualístico que busca satisfacer las necesidades espirituales individuales y del colectivo”.
Y así los ritmos se establecieron, nacieron, se difundieron y multiplicaron. Ya no se sienten solo en los pueblos surlaguenses, hoy en día las ciudades también vibran con el repique, el Zulia los ampara y Venezuela los refugia entre sus tradiciones más autóctonas. Ahí está la cultura africana, implícita en el sonido del tambor, aún si no suena.
Los instrumentos
En el Zulia, el toque de los tambores se representa como una pelea con ocho instrumentos entre machos y hembras que simbolizan la familia. La primera requinta es madre y sustenta el sonido. La segunda es la hija mayor que apoya a su mamá. La niña es la media requinta y se mete como desorden de la percusión. Los machos comienzan con el mayor, el padre, bajo el nombre de tambor arriero. El medio golpe, su hijo mayor, indica qué golpe va. El cantante marca el ritmo. Seguido está el respondón, ejerciendo el contrapunto. Al final el pujón, un apoyo al cantante. Los tambores machos se tocan con un trozo de madera llamada capoco y las hembras con una especie de fuete nombrado camirí.