Política, no moral

Una cosa son las campañas electorales y otra gobernar. No es lo mismo hacer discursos de carácter moral que hacer política, y es en esta diferenciación donde quizás estén fallando mucho de quienes intentan liderar el descontento que existe hacia el régimen en Venezuela

En Venezuela sobran los moralistas, aquellos convencidos que su verdad es la única, y por lo tanto la correcta. ¿Herencia colonial y católica? Quizás, pero incluso quienes se presentan con una visión más progresista suelen caer en la trampa de los dogmas, ya no solo entre aspectos tan disímiles como la gastada derecha versus izquierda, sino incluso entre quienes conviven en el mismo espectro político. Cada vez es más común observar en el debate público argumentos con connotación moral por encima de cualquier otro. Justicia, “limpieza”, depuración, colaboracionistas, traidores, son algunos de las palabras que circulan, solo faltan las de la superioridad racial y la intolerancia hacia las creencias religiosas.

El ejemplo más reciente de la efectividad de los discursos con alta carga moralista ha ocurrido en Brasil, en México también ocurrió lo propio, y antes en Estados Unidos. Pero una cosa son las campañas electorales y otra gobernar. No es lo mismo hacer discursos de carácter moral que hacer política, y es en esta diferenciación donde quizás estén fallando mucho de quienes intentan liderar el descontento que existe hacia el régimen en Venezuela. Quienes se han subido a la tribuna del debate público desde una aproximación moralista olvidan que no tienen la fuerza suficiente para imponer sus visiones y por lo tanto deben recurrir a la política. Hitler lo hizo, por citar un ejemplo.

Del conjunto de instituciones existentes depende regular los discursos moralistas, los cuales sin los frenos necesarios suelen desembocar en regímenes centrados en la lucha entre el bien (ellos) y el mal (los otros). En Brasil, México y Estados Unidos no ha ocurrido la destrucción institucional que ha ocurrido en Venezuela, esos países aún cuentan con mecanismos institucionales de regulación; el caso venezolano es distinto, en un país arrasado institucionalmente cualquier aventura moralista podrá desembocar fácilmente en un nuevo gobierno autoritario, y el país pudiera llegar a ser testigo de un sistema brutal de supresión de lo distinto, al mejor estilo de 1984 de Orwell o V de Vendetta.

Por lo anterior no cabe duda que es el momento de la política. Pero esta no debe reducirse a los partidos políticos, quienes secuestraron por mucho tiempo la arena de la acción política, es el momento de la política en términos amplios, entendida como un espacio amplio y heterogéneo, donde lo fundamental es encontrar acuerdos que lleven a la acción. Para lograr esos acuerdos es de gran importancia apartar egos, dejar de lado complejos de superioridad, aceptar que otras visiones son válidas y que deben ser incorporadas en una síntesis. Es el momento del pragmatismo político, de hacer los cálculos correctos en base a fuerzas reales y actuar en esa medida.

Lamentablemente, de lo anterior poco se observa, las descalificaciones continúan en todas las direcciones, y con ellas la fragmentación de la oposición se acentúa. De nuevo surge una iniciativa unitaria, pero con los mismos errores y vicios del pasado, la “invasión” nunca llegó, y mientras tanto otros siguen esperando que alguna fuerza divina salve el día. Mientras eso ocurre, los grandes jugadores del tablero (China, Rusia, Estados Unidos, Cuba, y otros más) sí hacen política, fría y pragmática. Venezuela está aún a tiempo de escapar de la tentación autoritaria como solución mágica, pero para ello la política debe ser el factor clave, y quienes hoy ejercen roles de liderazgo son los actores claves para que esta se materialice.

 

 

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