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Conocí a Pompeyo hace años. Su aspecto y su voz de hombre enfurruñado no concordaban con el ser encantador que era. Inteligente, culto, aseguraba que su universidad había sido la cárcel, porque había tenido tiempo para leer. Fue valiente como el que más. No sólo cuando participó en la lucha armada, sino ya mayor. Quiero compartir con ustedes una anécdota del año 2003, una mañana que lo invité a mi programa en Radio Caracas Radio.
2003 fue un año muy convulso, que empezó con el paro petrolero. Cuando el paro se debilitó, Hugo Chávez recobró fuerzas y los llamados círculos bolivarianos estaban –como precursores de los colectivos de hoy- haciendo de las suyas. Estábamos en la cabina conversando cuando nos vinieron a avisar que había una turba en la puerta exigiendo que saliera Pompeyo. Amenazaban con entrar por la fuerza si él no salía. A mí me temblaban las piernas y el corazón lo sentía como a mil latidos por minuto. Sin embargo, me tragué mi miedo y acompañé a Pompeyo. Abrió la puerta que daba hacia la calle. Le gritaron de todo. Lo que más le decían era “traidor”. Eso lo descompuso. “¡Aquí el único traidor se llama Hugo Chávez!”, les dijo con su voz ronca y vigorosa. El jefe del grupete arengó para que “le cayeran”. “Vengan, aquí nos caeremos a c..azos hasta que uno salga muerto. Tengo ochenta y un años pero todavía peleo con fuerza y bríos… Eso sí, no sean cobardes (aquí soltó un “ajo”). ¡Vienen uno por uno!”. Acto seguido se quitó los lentes y me los dio.
No tengo que decir que los “gallitos” que estaban tan dispuestos a lincharlo en cambote, se retiraron en menos de un minuto. “Lástima que se fueron”, me dijo. “me los hubiera volado a toditos”. Ése era Pompeyo. Siempre lo recordaré.