Al poder político, Diógenes le transmitió este mensaje: “los honores y las riquezas son falsos bienes que hay que despreciar. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y reducir al mínimo sus necesidades”. El filósofo griego murió en medio de la basura
Diógenes fue un filósofo del grupo de los cínicos que aprendió a vivir necesitando lo menos posible, incluso la propia necesidad biológica. De ahí su desprecio por los bienes mundanos, el poder político, la gloria, la reputación y el qué dirán. Defendía a capa y espada su libertad de expresión y no por ello fue perseguido ni metido en una tumba. Su pobreza y el desprecio de la multitud lo llevaron a vivir en una tinaja, como un perro, en medio de la ciudad de Atenas.
El sabio vivía de la basura y comía lentejas cuando le daban. En una oportunidad, degustaba un suculento plato de esta semilla herbácea, cuando lo vio el filósofo Aristipo, que vivía desahogadamente debido a su obediencia al rey. Aristipo le dijo: “si aprendieras a ser sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas”. Diógenes le replicó: “si tú hubieras aprendido a comer lentejas, no tendrías que andar adulando al rey”.
En aquellos tiempos muchos ciudadanos vivían de la cochambre, y padecían crudamente los rigores de la esclavitud del hambre, igual que como se aprecia en estos tiempos de revolución. A Diógenes le preguntaban cuál era la hora conveniente para comer y respondía: “si eres rico y gozas de las mieles del poder, comes cuando quieras y donde quieras. Si eres pobre, cuando consigas comida en la suciedad o cuando puedas”.
El filósofo cínico llevó una vida de austeridad y mortificación. Amaba la plena libertad del decir y salía a todas horas a las calles con un candil encendido diciendo: “voy buscando un hombre”, de ahí las múltiples obras pictóricas a él dedicadas con su linterna en brazos buscando hombres honrados. En una ocasión, clamó en alto como era su costumbre: “¡hombres! ¡Hombres!”, y al concurrir varios políticos los ahuyentó con el báculo diciendo: “hombres he llamado, no heces”.
El emperador Alejandro Magno se empeñó en conocer a Diógenes y en su primer encuentro le dijo, “Quiero demostrarte mi admiración: Pídeme lo que tú quieras. Puedo darte cualquier cosa que desees, incluso aquella que los hombres más ricos de Atenas no se atreverían ni a soñar”. El filósofo le respondió: “Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrarme tu afecto. Solo me gustaría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es mi más grande deseo. No tengo ninguna otra necesidad y también es cierto que solo tú puedes darme esa satisfacción”.
La alimentación de Diógenes, siempre resultó suculenta en los manjares de lo poco que encontraba para comer. Alguien se burló de él al encontrarlo alimentándose con desperdicios y le dijo: Diógenes no comprendo cómo siendo Alejandro Magno tu amigo, te alimentas con esas cosas sin nutrientes. El sabio le respondió: “mato el hambre con desperdicios porque tengo dignidad, si todos en Grecia comieran como yo, a lo mejor Alejandro no fuera dictador”. Vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, convirtiendo la pobreza extrema en una virtud. Sus únicas pertenencias eran: un manto, un zurrón, un báculo y un cuenco, hasta que un día vio que un niño bebía el agua que recogía con sus manos y se desprendió de él.
Al poder político, Diógenes le transmitió este mensaje: “los honores y las riquezas son falsos bienes que hay que despreciar. El sabio debe tender a liberarse de sus deseos y reducir al mínimo sus necesidades”. El filósofo griego murió en medio de la basura, por la falta de tratamiento médico y por la carencia de medicinas: dos artículos de lujo, prohibitivos para los pobres de aquel entonces. Contemplando la realidad actual de nuestro país, tal parece que nosotros tampoco hemos avanzado mucho en esos renglones.