Este
“Hoy brillará una luz sobre nosotros porque nos ha nacido el Señor”. Es el alegre y esperanzador anuncio de la Navidad. ¡La maravilla de tener entre nosotros a Jesús!
Hoy, todos los que creemos en Cristo, volvemos la mirada hacia donde mira el Niño Jesús. Y nos quedamos, como el Niño Jesús, mirando a María. La Iglesia, al celebrar esta Solemnidad de hoy, no hace otra cosa que seguir al Señor. ¡Qué bien esta el Niño Jesús en los brazos de su Madre! y ¡qué bien estamos nosotros también, cuando nos dejamos abrazar, cuando nos dejamos cargar, por Ella!
Este Año Santo de la Misericordia, que comenzó el 8 de Diciembre del 2015, lo vamos a recorrer tomados de la mano de Santa María, la Madre de Dios, hoy también, 1 de Enero del 2016, celebrando la Jornada Mundial por la Paz.
La liturgia de la palabra se inició con una lectura tomada del Libro de los Números, en la que Dios indica la fórmula para invocar su bendición: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te otorgue su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz”.
El Santo Padre Francisco, nos viene diciendo que el mundo entero está necesitado de misericordia. Y esto significa que en la vida de cada hombre y de cada mujer, en tu vida y en la mía, necesitamos experimentar la bendición de Dios, dejarnos arropar por su misericordia.
Parece que muchos viven de espaldas a su propia conciencia. Metidos en un torrente de actividades que, sin querer queriendo, acaba por hacernos superficiales. Y, muchas veces, incoherentes con lo que afirmamos creer y quisiéramos vivir.
Para caer en cuenta de nuestra propia realidad moral, debemos ponernos bajo la luz de Dios. Porque nadie, puede explicarse a sí mismo. Ni siquiera hemos pedido existir. “Alguien”, sin contar con nosotros, deseó nuestro ser y aquí estamos. A ese “Alguien” que nos amó primero, y nos puso en la existencia por amor, a ese Dios, definitivamente, tenemos que tomarlo en cuenta.
Solo reconociendo que no somos autónomos, sino que dependemos de Dios, entenderemos por qué tenemos que arrepentirnos de nuestras acciones que no son conformes con su plan sobre nosotros.
Solo entonces descubriremos el valor de la misericordia de Dios en nuestra vida personal. Y admiraremos agradecidos esa Misericordia que nos contagia la alegría de recuperar la íntima unión con Dios, a través de la contrición y el sacramento de la Reconciliación.
De ahí el deseo del Papa Francisco, cuando expresa ilusionado en la Bula Misericordia Vultus: “muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes suelen reencontrar el camino para volver al Señor. De nuevo ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será para cada penitente fuente de verdadera vida interior”. MV Nº 17.
Es la misericordia que pasa a través de la recuperación de la conciencia del pecado personal, y que, en el reconocimiento íntimo de la propia culpa y la contrición, se abre al amor de Dios y descubre el tesoro del perdón divino, don que libera, misericordia que hace rectificar y nos mueve a luchar por ser mejores.
Es la presencia del Señor, su gracia, que entra hasta el fondo de nuestro corazón para limpiarlo y sanarlo, para llenarlo de esperanza y de alegría de vivir. Para sembrar en nuestra intimidad la certeza del eterno amor que Dios nos tiene.
Ahora bien, ¿Cómo vivimos cada uno de nosotros la misericordia? La misericordia cristiana no es filantropía, porque es una misericordia que brota de la Caridad. ¿Qué significa esto? Significa, como escuchamos en la segunda lectura tomada de San Pablo a los Gálatas, “que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba (Padre)” y por eso identificamos en el otro a un hermano, hijo de Dios como nosotros. Es una misericordia, apoyada en la filiación divina y que por eso crea fraternidad, comunión, comunidad. Y, ahora yo me pregunto y te pregunto, para que respondamos con el corazón en la intimidad de la presencia de Dios, ¿Nos conmovemos ante las necesidades de los demás? O ¿somos indiferentes?
Jesucristo, es el rostro de la misericordia del Padre. Jesús es la Misericordia encarnada. La vida del que sigue a Cristo se traduce en obras de misericordia, en obras de caridad con todos. Comenzando por el propio entorno familiar y en seguida, descubriendo donde está el hermano necesitado.
El Evangelio nos habla de que “los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño recostado en el pesebre”. Contemplemos. ¿Hay alguien más necesitado que un recién nacido? ¿Qué suscita en nuestro corazón la estampa de Jesús recién nacido y recostado en un pesebre? ¿No nos mueve a compasión su desvalimiento?
Los pastores van y contemplan y en el propio corazón, aquellos rudos campesinos, encuentran su primer regalo de navidad: la misericordia que se siembra en el pecho de aquellos hombres al mirar al Niño Dios. Contemplemos al Niño Jesús y notaremos como brota ese mismo don de Dios, también en nuestro corazón, porque sentir compasión, sentir la misericordia en nosotros, es ya una señal de que Dios está metiéndose en nuestro corazón.
Dios, que nos mira siempre, quiere ser mirado en Jesucristo. Por eso se hizo carne y habito entre nosotros. Y cada uno, pensando en los demás, al dar de comer al hambriento, al dar vestido al que no tiene, al consolar al triste, al perdonar las injurias, al llevar con serenidad los defectos de los demás, al rezar por los vivos y los muertos, … . Cada vez que vivimos las obras de misericordia con el prójimo necesitado, a poco que contemplemos se nos revelará nuestra propia dimisión de ser don-de-Dios para los demás. La misericordia dignifica el dinero que doy, el vestido que regalo, el alimento que entrego, el trabajo que promuevo, el tiempo que gasto en los otros. Todo eso que yo doy, que es mío, en realidad, no es mío, es Don de Dios. Y parte de mi recompensa está en ser instrumento del Señor. Por eso la misericordia no ensoberbece a quien la vive. Sino que va vinculándonos cada vez más a Jesús. Hay más gozo en dar que en recibir. Porque al unirnos más y más al Señor, nos vamos llenado de la alegría de Dios.
La Virgen Santísima, Madre de la Misericordia, nos muestra el camino más corto y seguro para llegar a Jesús. Ella nos recuerda siempre, a la hora del trato con nuestro prójimo, las palabras de su Hijo: “cada vez que lo hicisteis como uno de estos, mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis”.
Termino con unas palabras del Santo Padre:
“¡Este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón”. (…) “En este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de ayuda, de amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer y repita con confianza y sin descanso: Acuérdate Señor de tu misericordia y de tu amor, que son eternos” (Sal 25,6)”. MV Nº 25.
Amen.