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Hermanos míos! hoy es Navidad! La Navidad de este Año Santo extraordinario de la Misericordia! Una vez más hemos escuchado la proclamación de aquella maravillosa profecía mesiánica: “Un Hijo nos ha nacido, un Niño se nos ha dado”… “Es su nombre Príncipe de la Paz”.
La alegría y la paz desbordan del corazón de Dios para derramarse en la vida de cada hombre, de cada mujer, inundando toda la tierra con su misericordia.
¡Nos ha nacido el Redentor! Y ahora, nos hace falta acogerlo dentro de nuestro corazón.
Nuestra realidad puede ser contemplada en su dimensión personal, familiar y social. Acabamos de escuchar frente al Niño recién nacido, el anuncio del Ángel a los pastores: Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor.
La dimensión social de nuestra existencia nos hace reconocernos como un pueblo. Tenemos en común una conciencia de identidad como nación venezolana. Al pueblo de Dios en Venezuela se le anuncia la Navidad y el alma cristiana se alegra con el anuncio del nacimiento del Redentor.
Estamos viviendo tiempos de crisis. Hay una mezcla de incertidumbre, expectación, miedo, ilusión y desespero. Se va formando un sentimiento de urgencia. Es innegable que estamos en un atolladero, pero también en una coyuntura histórica. Hemos vivido eventos nacionales de envergadura, pero todavía no sabemos, a ciencia cierta, a qué precio saldremos de esta situación.
Venezuela lleva años metida en un turbión sociopolítico y económico. No lo digo yo, es lo que viene diciendo la Conferencia Episcopal Venezolana desde 1975. Porque según esos documentos de los obispos, hasta más o menos esos años, el crecimiento y el desarrollo de la nación, venía siendo ordenado y se vivía dentro de un razonable marco de moral y buenas costumbres.
Lo más acuciante ahora es la crisis económica, con las consecuencias conocidas por todos. Pero si vamos a fondo, esto remite a una crisis moral.
Con el Año de la Misericordia, el Papa Francisco quiere propiciar en todo el mundo, y por tanto también en Venezuela, un brote de fidelidad a Cristo. Una vuelta a Dios. Un caer en la realidad de nuestra miseria, pero no para hundirnos en la desesperación, sino para alzarnos tomados de la mano del Señor.
En algún momento, el país nacional se fue alejando de Dios y terminó arrodillado ante el altar del dios dinero, del dios poder, del dios placer. Esa especie de tristísima iniquidad, que termina conduciéndonos por caminos de dureza de corazón hacia Dios y hacia el prójimo.
Cuando Jesús quería trasmitir a los discípulos alguna enseñanza, con frecuencia usaba parábolas. Historias o cuentos, que nos dan a entender lo que el Señor quiere decirnos. Una vez leí lo siguiente:
Juan llevaba casado con Teresa cinco años. En aquellas regiones apartadas, el fruto de su huerta era la vida de su familia. Pero aquel verano había secado el río de donde tomaban el agua. Entonces Juan había empezado a rezar a Dios para que lo ayudara. Con mucho esfuerzo, cavó un pozo que alivió algo la situación, pero al cabo de los meses, la sequía continuaba y el pozo terminó seco también. Juan y Teresa seguían rezando, ahora sumando a sus dos hijos en la plegaria. El pequeño Matías de 4 años que era muy locuaz y José, que con sus dos años y medio, si acaso repetía “Amen” ayudado por su madre.
Señor, danos agua! Era la sencilla oración de Juan y su familia. Una noche Juan tuvo un sueño. Un Ángel le decía: vete al pozo de madrugada y pídele al Señor. Juan se despertó y le contó el sueño a su mujer. Así en la madrugada, Juan se fue a la boca del pozo. Su esposa lo observaba desde la casa. Juan comenzó su oración: Señor, agua! Señor, agua! Al claro de luna, Juan contemplo como del fondo del pozo brotaba un manantial. Juan siguió y siguió pidiendo: Señor, agua! Y el agua comenzó a subir subió hasta colmar el pozo. Juan se contentó mucho. Aquel día pudo regar el huerto.
A la madrugada siguiente hizo lo mismo. También desde la casa Teresa y el pequeño Matías lo observaban: ¡Señor, agua! Juan no dejaba de rezar repitiendo aquellas palabras: ¡Señor, agua! hasta que el agua llegaba a los bordes del pozo. Así pasaron varias semanas. Juan con esfuerzo transportaba el agua, sacándola del pozo y la huerta recupero de nuevo su lozanía. Los vecinos miraban con recelo aquel fenómeno. Pero Juan no decía nada. De vez en cuando ofrecía algunos cantaros llenos, y nada más.
Pero Juan enfermó y no pudo levantarse. Aquel día el pozo permaneció vacío. Y el día siguiente igual y de nuevo el huerto comenzó a secarse. Pasaban los días, y Juan yacía como inconsciente. Entonces Teresa busco a su hijo mayor y le dijo: Dios tiene que ayudarnos. Tal vez debimos ser más generosos con los demás. Mañana en la madrugada te levantaré para que vayas al pozo, y tú, reza allí, como hacia tu padre.
A la madruga, el pequeño Matías, con lagañas en los ojos y medio dormido busco un taburete y se encaramó hasta poder asomarse al pozo y comenzó: Señor, agua! Señor, agua! de nuevo el manantial apareció en el fondo. Señor, agua! y el agua subió y subió. Y Matías observaba como llegaba a los bordes… pero continuó, casi cantando !Señor, Agua! !Señor, agua! y empezó a dar palmadas sobre la superficie desbordante.
El agua salía a raudales desbordando el pozo y se difundió por toda la huerta, hasta regarlo todo, incluso las huertas vecinas.
Los gritos de alegría de Matías, sacaron de su sopor al pobre Juan quien ayudado por Teresa de asomo al huerto regado. Todos daban gracias a Dios.
Y Juan entre lágrimas de alegría le dijo a Teresa: nosotros pensamos solo en nuestro huerto, no se nos ocurrió seguir pidiendo, tenía que ser un niño quien le abriese, de par y en par, las puertas a la misericordia de Dios.*
Esta historia quizá nos ayude a descubrir que, tantas veces, puede ocurrirnos algo parecido. Primero, Juan no se acordó de Dios sino cuando empezó a faltar el agua. Pensando en nuestro país, me interesa subrayar, la importancia de volver la mirada hacia Jesús. A Jesús recién nacido.
Tal vez rezamos y le pedimos a Dios que nos auxilie… y se lo pedimos, estrechamente, egoístamente. ¡Dame agua para que no se muera mi huerto! ¡Ayúdame Dios mío en esta tribulación! Y eso no está mal. Ciertamente es lo que toca ahora. Casi que cabría decir que Dios nos ha encerrado a todos en la tribulación, para que aprendamos a pedir realmente como pueblo necesitado. Para que aprendamos lo que significa la solidaridad.
Dios quiere inundarnos de su misericordia ¡Hay tanta cosa en nuestra vida personal, o en nuestra vida familiar, que necesita ser regada por el agua de Dios! En este Año de la Misericordia, hay que volver a rezar como los hijos de Dios. Una de las obras de misericordia es rezar por los vivos y por los difuntos. Tenemos que volver a rezar. Y rezar como pueblo de Dios en Venezuela.
Como Matías, el niño de nuestro cuento, tenemos que acercarnos a Dios con confianza y sencillez. Esa sencillez es la que nos permite reconocer nuestros pecados, nuestras carencias, lo que nos hace falta. Buscando primero lo esencial !Señor, agua! ¡El agua de tu presencia en nuestras vidas! ¡Tú presencia en mi vida personal! Desde lo más esencial como la caridad con el necesitado o como asistencia a la Misa dominical, hasta lo más cotidiano como la bendición de los alimentos al sentarnos a comer, o el pedir la bendición muchas veces al día.
Aquí y ahora, tenemos que pedir: Señor paz! Y también añadir: ¡Señor, sentido de responsabilidad! y ¡Sentido de responsabilidad social! ¡Señor, sentido común!
Por eso hay que rezar, o seguir rezando. Rezar y abrirnos personalmente a la misericordia divina.
¿Queremos paz y desarrollo en la sociedad? fomentemos la paz en las familias. Y la paz en los hogares, será consecuencia de la paz de las conciencias de cada una de las personas. Yo necesito experimentar la misericordia de Dios en mí, y vivirla con los demás.
¡Señor, agua! dame de esa agua pura, fresca, de tu misericordia, que apague el ardor de mis intemperancias! ¡Señor, agua! para limpiar mis ojos de impurezas y rencores, envidias y codicias, y poder mirar como ser humano y descubrir en mi prójimo tu imagen!
Ahora que estamos en Navidad, vamos a llenarnos de la Misericordia de Dios. El huerto de nuestra vida puede estar un poco seco. Tal vez miramos alrededor y también vemos esa misma mezcla de esperanza cansada y al mismo tiempo, temerosa pero ilusionada. Necesitamos paz y determinación de hacer las cosas bien.
Como Matías, el niño que pidió y pidió, pienso que nos conviene pedir y pedir, con la ilusión de que la Misericordia divina inunde nuestra vida y también la de los demás. Sin distingos de ningún tipo, abiertos al bien de todos. Hermanos míos, ya sé que esto es fácil de decir, pero hay que decirlo sin complejos, sin importar que alguien, que tal vez ha sufrido demasiado, nos diga que él no puede. No lo juzguemos con dureza. Si no somos capaces de entender algo, porque aquello no tenga lógica. Intentemos comprender, que es esa facultad del corazón, que supera la inteligencia porque intuye y mira con empatía, con caridad de Cristo, con misericordia. Tenemos que fomentar en todos un espíritu de concordia.
Quiero terminar contándoles lo que Matías le dijo después a sus padres.
Cuando vi que el pozo empezaba a derramarse me dio miedo y pensé correr para la casa, pero en el agua se reflejaba una estrella que titilaba, la estrella de la mañana, y me pareció que quería jugar conmigo, y sin dejar de rezar intentaba agarrarla. Por eso le daba palmadas al agua. Por eso seguí pidiendo.
Cada uno de nosotros tiene la misma Estrella, aquella que, canta el himno de la Coromoto, en los pliegues tricolores de la Bandera señera guarda Venezuela entera de su Virgen los amores, la Madre de la Misericordia, y a San José. Llenémonos de esperanza. Y lo digo, no desde una parcialidad, sino pensando en todos los venezolanos sin excluir a nadie. Sigamos rezando por Venezuela para que Dios nos ayude a estructurar un país sobre las bases del respeto a la dignidad humana del niño y de la niña desde el mismo instante de su concepción, donde se respete el derecho de los niños y las niñas a tener un padre y una madre, donde el final de la vida, sea por la enfermedad o la vejez, se deje en las manos amorosas de Dios. Para que seamos un solo pueblo donde podamos todos vernos a los ojos y mirarnos con simpatía y misericordia. Para que ahora en Navidad y siempre, nos dejemos acariciar el alma y el corazón, por la mano recién nacida del Niño Jesús.
Para que, como lo ha pedido el Papa Francisco, descubramos en este Año de la Misericordia, la ternura y la alegría de Dios. Amen.
* inspirada en “Cuento del tiempo perdido” de Iñiguez