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La angustia se apodera de la sociedad venezolana. El modelo rentista petrolero se agota más rápido de lo que se pensaba, obligando a los actores sociales, políticos y económicos a buscar alternativas que permitan sentar y negociar a las partes; una obsesionada por mantenerse a toda costa en el poder, la otra buscando un espacio para recuperar la democracia perdida.
En medio de los extremismos políticos, hay una sociedad civil afectada por una severa crisis que ya sobrepasa los límites de lo humano y la coloca al borde de una crisis humanitaria, no aceptada por un gobierno nacional sesgado que impide dimensionar la situación real, caracterizada por la escasez de alimentos básicos y medicinas, el deterioro de los servicios públicos, el incremento de una delincuencia desenfrenada y una inestabilidad jurídica que debilita el Estado de derecho.
Lo grave del asunto es que el principal interlocutor, el Gobierno nacional, imbuido en un pensamiento autocrático y amenazante, se ha limitado a utilizar la política del miedo y la mentira, para controlar la creciente ola de protestas e inconformidad, sin mostrar un ápice de respeto por quienes piensan diferente.
Inmersa en este crítico escenario, la universidad venezolana languidece con un injusto presupuesto, presionada administrativamente por un gobierno empeñado en limitar su autonomía; sin ningún estímulo académico que garantice la calidad de sus funciones de docencia, investigación y extensión, importantes para alcanzar la excelencia en la formación de los jóvenes y la generación del conocimiento.
Expresar el rechazo de la situación actual y exigir la reivindicación académica y salarial de la comunidad universitaria es un derecho, dado que son los docentes y el personal de apoyo (obrero y administrativo), los responsables de forjar al futuro profesional y resolver las grandes ecuaciones que robustezcan a nuestra democracia.