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En una obra escolar, dispuesto todo el público infantil para disfrutar lo que prometía ser una hermosa experiencia de vida, todos expectantes no imaginaron nunca lo que estaba a punto de suceder.
No era menester informar a la audiencia, que quien montó la obra había adquirido sus figuras y muñecos de un mañoso titiritero que se desenvolvía en su arte con sin igual y maléfica destreza, poniendo en escena mensajes de horror, corrupción y dolor.
De entre el lote de pedazos de muñecos, rotos, golpeados, llorosos y enfermos por los maltratos inferidos por su malévolo y antiguo dueño, había una muñeca de nombre Amanda, de incógnita sonrisa, de disfrazada voz serena, quien fungía como emisaria de aquel que les movía los hilos y se encargaba de convencer al resto de los títeres y marionetas, de la conveniente necesidad de obedecer las inhumanas órdenes del titiritero. La muñeca urdía sus maquinaciones, con un velo de inofensiva damisela y por los años al lado del malvado, llegó a adquirir la personalidad de aquel.
El nuevo y noble titiritero, quien sin ningún atisbo de perversidad, pero sí lleno de mucha ingenuidad, se aprestó a reparar su nueva adquisición pegando los muñecos; colocando retazos en las marionetas, pintándoles de alegría las caras a las desgastadas figuras y haciéndoles estrenar nuevas vestimentas; adoptando con júbilo también a aquella extraña muñeca, que representaba la presencia de su primer titiritero.
Propició entonces su debut en una de las más grandes escuelas del territorio, para lo cual había diseñado un sobrio espectáculo, lleno de luz y transparencia, de alegría y buen gusto, para hacer gala de su estilo impecable y su especial sensibilidad por considerar a sus títeres y marionetas como verdaderas personas, como seres llenos de humanidad.
Los niños inquietos por deleitarse en las artes de aquel buen hombre, aplaudieron con pasión, para que comenzaran la obra y fue cuando el nuevo titiritero sin recelo alguno subió a la ventanilla del escenario a sus títeres y a sus marionetas, para que hicieran lo que ya había planeado para regocijo de todos; pero pareciera que el titiritero hablaba en un idioma y los muñecos recibían el discurso en otro idioma.
Al transcurrir de un breve tiempo no se sentía la influencia de Amanda, pero poco a poco, con mucha astucia y disimulo, Amanda empezó a cambiar la obra, por lo que aprendió de su primer titiritero y fue desluciendo calladamente, casi de manera imperceptible a su nuevo amo, como si la mentalidad de su maligno mentor se hubiese posesionado de ella, invirtiendo los códigos de comunicación, logando entre los títeres y marionetas la mayor confusión y para los niños la peor impresión. La moraleja, la coloca usted.