Torres del Saladillo, entre el abandono, el amor y el odio

Las Torres del Saladillo se ha convertido en una "zona de guerra" durante los meses de protesta. (Foto: Archivo)

El 60 por ciento de la población adulta abandonó el complejo habitacional, que hoy está habitado, en su mayoría, por jovenes entre 20 y 30 años. cada familia vive como aislada, en su propio mundo

Amaneció el 5 de julio, día señalado en el almanaque con un premonitorio color rojo. Con las primeras luces, un movimiento de hormiga se evidencia en los cuatro edificios, gente transportando gente, niños y ancianos primero, como parte de una “cotidianidad” obligada que se activa cuando alguna fecha se presume “problemática”.

Al medio día, 70 por ciento de los habitantes de las Torres del Saladillo están “fuera de peligro”, en casa de familiares y amigos que los acogen mientras pasan los enfrentamientos, bombas y allanamientos, que los mantiene en zozobra desde hace tres años.

Por suerte, el pasado 5 de julio transcurrió en paz. Al anochecer los moradores regresan a sus hogares en medio del sigilo y el silencio que produce un miedo instalado en las vísceras. “Cuando veo movimiento de guardias se me retuercen las tripas, porque se lo que viene pa’ encima”, suelta una futura madre, mientras se aprieta el vientre.

“Lo más seguro es que pronto me vaya de aquí, porque no quiero que el bebé nazca en medio de este infierno”. Ella, a sus 25 años, cuenta una historia de convivencia en medio de las cuatro estructuras que hoy son un emblema de la resistencia en la ciudad.

“Nos separaron” Otrora las Torres constituían una “familia”. Por las tardes las áreas comunes recibían las travesuras de los niños, las conversas de las abuelas, los besos furtivos de los enamorados y las narices inoportunas de las mascotas. Ahora, “nadie conoce a nadie”, según comenta un joven despelucado y sigiloso, que antes de responder solicita, “A mí ni me nombres, yo hablo, pero tú no me has visto”.

Con las manos en los bolsillos sigue la conversación y habla sin pestañear. “Aquí se vive tranquilo, si eres conocido”, pero el constante movimiento de la pierna derecha y el gesto de observar a ambos lados con cada respuesta, delata una intranquilidad crónica. “Mis padres se fueron hace un año. Nos separaron. Papá es funcionario de la Policía regional y mamá sufre de los nervios, así que decidieron mudarse a otro sector, yo me quedé aquí con mis hermanos”, comenta cabizbajo, aunque asegura que ahora la familia disfruta con más intensidad los momentos que pasan juntos.

El padre de este muchacho, así como otros “funcionarios” que vivían en las torres, se fue el año pasado. “Los tenían amenazados. Los comerciantes los culparon por ser parte de las fuerzas que no los dejaban trabajar y juraron que les quemarían los apartamentos y los carros”.

Grupos de protección

Los comerciantes, los docentes, los funcionarios. En las torres los habitantes se reunieron por profesiones u oficios, para resguardarse. Son grupos cerrados, herméticos, que solo tiene contacto entre ellos mismos. “Al resto no les dan ni agua”, No hablan ni interactúan con los que no son iguales. Cada quien vive en su mundo. De estos conglomerados humanos los más golpeados son los comerciantes. Ellos tienen negocios en el casco central o dentro de las torres y las situaciones de violencia no les permiten trabajar “como es debido”. Aprovechan los momentos de calma para levantar las santamarías y al mediodía cierran como medida preventiva ante los saqueos.

Cuando no hay ventas no hay dinero ni comida. “Pasamos hambre. Comemos una vez al día y muchos rebajamos hasta 30 kilos”, asegura uno de los vendedores mientras sacude con ambas manos la franela a rallas que es unas dos tallas más grandes que la medida de su cuerpo.

Entre el amor y el odio

“Estoy sola. Él se fue, primero de las torres, porque se le dificultaba ir al trabajo, y ahora está en Chile. Anda buscando una mejor vida”. Le dicen la catira, porque tiene los ojos claros y “plantillas” amarillas en el cabello. Tiene dos hijas y con ellas vive en uno de los apartamentos del edificio verde.

Como ella, un número no cuantificado de mujeres quedó en la soltería desde que iniciaron las protestas. Otras encontraron el amor en medio de la calle, en pleno fragor de lucha, extasiadas por la valentía de aquel con quien lucha hombro a hombro. “Crecimos juntos, pero jamás pensé que fuera capaz de enfrentarse así a la Guardia”, confiesa una joven al referirse a su nueva pareja, un miembro de la resistencia, con quien “tiene amores” desde hace dos meses.

“Él es un héroe. Estudia, trabaja y defiende la democracia. Ninguno de ellos es delincuente, todos tienen una meta en la vida y por esa meta hacen lo que hacen. Somos seres humanos y en medio del odio, la angustia y la tristeza, solo queremos lo mejor para el país”, sentencia ella y lo observa de la única manera que se puede mirar a quien está dispuesto a dar la vida por una causa.

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