Hay
El hacedor del universo nos conoce aun antes de haber nacido, a Él nada podemos ocultar, todo lo puede por ser omnipotente, todo lo sabe por ser omnisciente y en todas partes está por su omnipresencia.
Pero en una suerte de saltimbanquis muchas personas se preocupan más por las apariencias delante de otras gentes que la certeza y la verdad que Dios ve y sabe que hay en nuestros corazones.
Un mundo alienante de la pureza del espíritu es preferido muchas veces antes que la angosta puerta de la salvación. Hay personas que dedican horas, pero muchas horas de sus vidas delante de un televisor o en el cine, viendo mensajes perniciosos y series televisivas que erosionan la bondad y la quietud del insumo del creador, convirtiéndolos en señuelos para el consumo de artificialidades que desmoronan el espíritu, cambian la mirada y degradan el alma. No solo la pornografía que ya es bastante preocupante pues mutila la inocencia e impulsa la destrucción de lo que entra por los ojos para materializarse en hechos que castigan al alma y laceran el cuerpo.
En ese mundo de apariencias hay quienes fingen actitudes para poder encajar en el ámbito social y pasar desapercibidos o bajo perfil, pues si la gente se enterara de quiénes son o lo que son capaces de hacer, todos los rechazarían; porque encubren la realidad de sus personalidades en la que gustosos y gustosas se entregan a toda clase de laceraciones en contra del templo del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Dios.
De igual modo el consumo que a través del mercadeo maligno hace surgir en el antojo de las personas un producto o una costumbre supérflua que desnaturaliza la necesidad para que en su lugar se posicione una urgencia aparente y hasta hay quienes dejan de comer o de proveer su hogar de cosas y requerimientos necesarios, pero sacan de donde no tienen para comprarse por ejemplo el último lujo que todos llevan encima, para no quedarse atrás de los comentarios del grupo en el que socializa.
Se falsea por aparentar ante los demás y nos olvidamos del corazón humilde que Dios quiere que mantengamos, se aparenta por jactancia y echonería y nada nunca es lo suficientemente deslumbrante para quedar bien ante los labios murmuradores de la altivez fría, vacía y superficial, que abona más a la condenación que al amor de Dios.