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Miguel Ángel Bastenier falleció a los 76 años, era conocido como escritor, periodista y maestro en el arte de escribir.
Tuve la osadía de conocerlo. Puedo asegurar que hasta hoy no he compartido con alguien tan frontal y franco, siempre al borde de la irreverencia. Entre las cosas que le escuche decir con desparpajo fue que no pensaba vivir mucho, porque “vivir demasiado es de mala educación”.
Cuando en 2006 entró por la puerta de la redacción de este periódico muchos quedamos rascándonos la cabeza. Él tenía su objetivo bien trazado y entre frases afiladas y miradas despectivas intentó sembrar la semilla de la excelencia periodística que tanto defendió. Puso en la mira a los vicios del lenguaje, que según comentaba “son hijos de la falta de lectura o por lo menos de buena lectura, sumado a las influencias de lenguas extranjeras. Así, se dedicó a ir por Latinoamérica, arrastrando una maleta llena de franqueza y sarcasmo, con la que enfrentó a los escritores mediocres, para sugerirle, a raja tabla, que “mejoren o que se corten las manos”.
Bastenier, barcelonés de ascendencia belga, era licenciado en historia y derecho, en lengua y literatura inglesa, y en periodismo. Autor del libro El blanco móvil, profesor de la escuela del diario El País e instructor de la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez.
Una de sus banderas fue promover el periodismo útil. En cada charla, taller o discurso, dejaba muy claro a sus colegas jóvenes que los periódicos están en peligro de extinción por el avance de Internet. Su recomendación más puntual era contar verdaderas historias, darle valor agregado a la noticia, pero sobre todo elaborar “una prensa que sirva para que la sociedad se conozca a sí misma”.
La franqueza hecha persona
Este hombre bajito, de andar apresurado y pasos cortos, fue algo así como un excelente libro escrito en papel de lija, áspero pero enriquecedor. No fue amigo de las sensiblerías, dictó cátedra con una impavidez de antología, salpicando las frases con palabrotas y comentarios ácidos, que igualmente podían aludirlo a él mismo como a cualquiera de los presentes.
Una de sus más grandes virtudes fue la franqueza. Usualmente, antes de lanzar una de sus bien pensadas frases hirientes, solía preparar el terreno con una breve introducción, que sonaba a amenaza: “con la brutalidad que me caracteriza…” y zas, lanzaba la roca que golpeaba certera y fuertemente al aludido.
No guardó cosas, sólo libros, aunque se quejaba de que sus esposas lo había despojado de muchos de ellos. Amó estar solo y la música del silencio. Leía con avidez, fumaba con exageración y tenía argumentos para todo.
Visión premonitoria
Consideraba difícil rescatar o incentivar en los más jóvenes el gusto por la lectura. Pero si algo podía influir era la lectura de los periódicos bien escritos. “Un país, al menos en lo que respecta a la masa social, vale lo que vale su Escuela pública. Luego están los genios que brotan repentinamente como Miguel Ángel Asturias, Gallegos o Goya, pero el ciudadano medio es la verdadera expresión de lo que vale ese país para la convivencia y la cultura”, explicaba.
En sus conversaciones, el recuerdo de su madre surgía a menudo, entre otras cosas porque fue quien lo llevó hacia el descubrimiento de los libros y le heredó un lenguaje rico en palabras y giros. Fue un soldado que se negó a abandonar el frente, por el simple hecho de que amaba el oficio de periodista más que nada en el mundo. Tanto así que no estuvo dispuesto a retirarse. Tuve la osadía de entrevistarlo y como último comentario, por demás premonitorio, me soltó con impavidez que esperaba morir de cáncer algún día y remató sin pestañear “quiero que mi lápida diga: Fue un piloto de combate”.
Una buena entrevista no comienza con la pregunta: ¿Usted qué opina? Una buena entrevista consiste en hacerle cosquillas al entrevistado para que se arrepienta luego de lo que dijo.