Hoy,
El diálogo en la política solo es posible en sociedades con una larga y sólida tradición institucional que no es el caso de Venezuela. Y esto ya no es un asunto de cronología corta o larga, sino de una idiosincrasia nacida de una antropología muy peculiar cuyas rutinas atentan contra el éxito social y el buen desempeño de nuestros políticos.
El diálogo entre políticos implica dos cosas fundamentales: el mutuo reconocimiento y el acuerdo desde las diferencias para poder cohabitar. La Ley, la Constitución, su respeto consensuado, es el instrumento, el pacto de país, que dirime toda controversia en torno a percepciones parciales e intentos de imponer por la fuerza el particular interés. Solo que el embrujo del poder, y sobretodo, los privilegios que genera a sus detentadores, que en el caso venezolano, implican delito y corrupción para una inmensa mayoría, hacen de nuestra política terreno fértil para una confrontación despiadada donde se anula y destruye sin miramientos a los rivales. Nuestra política es muy primitiva porque la violencia ejerce supremacía sobre los argumentos y las razones.
En la Independencia, preámbulo del pacto republicano, diálogo como tal nunca existió. Ya al final de la guerra, en 1820, se propone un armisticio alentado por los liberales en España, que Bolívar correspondió, para obtener las ventajas determinantes que le hacían falta para concretar la victoria final. En el siglo XIX, “el diálogo” entre políticos se producía cuando el caudillo victorioso fusilaba o desterraba al rival de turno. Nuestros Páez, Soublette, Monagas, Falcón, Guzmán Blanco, Crespo y demás lo confirman. En el siglo XX existió una relativa mejoría. Aunque Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez hayan preferido el arrebato de la fuerza o otros mas benignos modales. Adecos y copeyanos alentaron una cohabitación interesante aunque excluyente hacia el espectro de la izquierda. En cambio, con los bolivarianos surgidos de los violentos golpes de estado en 1992, el diálogo como tal volvió a retroceder. Entre sus adeptos se desarrolló el síndrome de una autosuficiencia sostenida por una arrogancia atizada por el resentimiento social y la aspiración totalitaria, ya hoy, sin disimulos.
Hoy, en una fase decadente y hasta terminal, ese mismo bolivarianismo, que deroga leyes y poderes, hasta suprimir la voluntad popular que se expresa en elecciones, pide dialogar. El problema de este diálogo es la ausencia de credibilidad de quienes lo proponen, es más, la sociedad lo percibe como un ardid para ganar tiempo.
Dialogar implica también ceder y negociar basado en un acto de realismo político. Y hoy el diálogo solo puede producirse, si previamente, solo así, hay una reversión a todos los actos arbitrarios que el oficialismo ha cometido en los últimos años, ya que han hecho de la Constitución “un traje a la medida de sus designios despóticos” imitando a los nefastos caudillos como los hermanos Monagas en el siglo XIX.