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Que un libro como Cesarismo democrático (1919), de Laureano Vallenilla Lanz, sea sospechoso de herejía y haya sido apartado de los medios escolares y universitarios es motivo de preocupación. La perseverancia de la “mentalidad anacrónica” alrededor del culto supremo a nuestra Independencia (1810-1830) junto a sus mitos y héroes nos ha llevado a preferir una creencia por encima del conocimiento crítico. Y ya todos sabemos que una creencia nos elude de la práctica del pensamiento alrededor de la duda.
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Cesarismo democrático surgió de una desilusión sociológica. Su autor, hombre inteligente y buen observador de la realidad venezolana, se encontró que las grandes aspiraciones de nuestra Independencia se habían frustrado cien años después de concluida la misma. Ni república, ni ciudadanos, ni libertad ni prosperidad económica y mucho menos instituciones sólidas para atemperar el carácter díscolo de un pueblo analfabeto y prisionero de la malaria. El siglo XIX fue un siglo perdido para los venezolanos. No solo se perdió el territorio de la patria en manos de nuestros vecinos fronterizos, más de medio millón de kilómetros cuadrados, sino que la violencia nunca nos abandonó junto al portento calamitoso del caudillo junto a sus ejércitos privados de gente desalmada y negada a los rituales de una civilidad proclamada, aunque nunca ejercida.
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Todo esto lo percibió Vallenilla Lanz e intentó indagar sobre las causas profundas de este desorden nacional y para ello tomó como punto de partida nuestra Independencia, la edad de oro fundacional en donde se originó el mito bolivariano (1842) como suplantador ideal, mecanismo compensatorio psicológico formidable aunque escapista, de las traumáticas realidades del atraso venezolano. Lo primero que acota es que el dique colonial, suprimido este a partir del año 1810, generó el deslave social de una masa popular rencorosa y herida por siglos de explotación y humillaciones que tomó por las malas: saqueo, pillaje, secuestros y vendettas lo que la sociedad legal siempre les negó. Se refiere a los pardos, llaneros, blancos pobres, indios, mestizos en todas sus variantes y combinaciones junto a los martirizados esclavos negros que en Venezuela fueron numerosos. Nos referimos a una sociedad donde apenas hubo 12 mil españoles peninsulares siendo el resto todos nacidos en el país para un total de 800 mil habitantes.
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La Independencia, la guerra, fue de exterminio cuando el sector blanco criollo ingenuamente creyó que desde el pactismo declarativo podrían cambiar las cosas sin cambiar nada. Ausente la Metrópoli entre los años 1808 hasta 1814 lo que sucedió en Venezuela fue un salto al vacío. Los bandos nunca fueron nacionales, por el contrario, fue la guerra civil lo que prevaleció. Una guerra de colores y de partidos cuya fortuna se intercambiaban a cada rato. Paradójicamente, los soldados de uno y otro bando eran los mismos, al igual que sus jefes. La Independencia fue básicamente una guerra irregular caracterizada por el bandolerismo y el pillaje. Y esto no es precisamente nada heroico y pone en tela de juicio las interpretaciones historiográficas dominantes que tienen como punto de partida la “Venezuela heroica” de Eduardo Blanco (1881).
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Esta realidad, la de una marcha de la locura sin norte ni propósito, que es lo que sucede en toda guerra como un gran homicidio sobre la población ante el desprecio y ausencia de regulaciones como el derecho de gentes que ya practicaban los romanos en la antigüedad o los mismos derechos humanos ya propios de la modernidad, dan la pauta de nuestro conflicto intestino, endógeno, autárquico, y cruel, sobre todo, desmedidamente, cruel. Seguir pensando en que Simón Bolívar respetó las virtudes caballerescas ante un canalla como José Tomás Boves es seguir pecando de ilusos.
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Boves aplastó la Segunda República de los criollos en 1814 acaudillando una gran venganza social. Algunos hablan de esto como una “rebelión popular” cuando en realidad no hubo ningún plan político que se le pareciese. Boves era más criollo y venezolano que el mismo Bolívar. Su ejército de 10 mil llaneros apenas tenía a 160 blancos que eran ya de por sí todos sospechosos. Los blancos criollos junto a los blancos realistas en Caracas intentaron tratos con los ingleses intentando algún tipo de mediación para alcanzar negociaciones de paz y detener la degollina que sobre sus cuellos las bandas de Boves y otros caudillos rurales amenazaban. El gran miedo del sector blanco pudiente a repetir las escenas atroces que ya se habían producido en Haití a partir del año 1791 se hicieron finalmente realidad en Venezuela en el pavoroso año 1814.
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El famoso Negro Primero, llamado Pedro Camejo, le confesó a Páez que para él y los suyos, los de su clase, la patria se reducía a una montura o uniforme robado. Y que le era indistinto servir en el bando realista o el de los patriotas. De hecho, sirvió en los dos e igual posee su propio busto en el “Campo Inmortal de Carabobo”.
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Que Boves haya sido considerado el “Primer Caudillo de la Democracia” (Juan Vicente González) en Venezuela por sus anhelos igualitarios es prácticamente una broma. A la igualdad no se llega desde la violencia bajo el estupor del rencor y la envidia. La igualdad se consigue desde la prosperidad de una economía sana y el trabajo sostenido de ciudadanos responsables y honrados dentro de un orden institucional que funcione. Eso es lo moderno, y Vallenilla Lanz, conocedor de las realidades modernas de su tiempo sabía que esto era así. Y que nuestras constituciones de papeles no valían nada por el desprecio de los caudillos y sus tropelías. Por cierto, son esos mismos caudillos, y esto es lo paradójico de la tesis más popular de Vallenilla Lanz, (el Gendarme Necesario), los encargados de imponer un orden desde la suprema fuerza de la represión y armas.
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En nuestra Independencia no hubo reformadores sociales auténticos. Nadie se preocupó por abolir el odioso sistema de la esclavitud. Este fenece en el ya lejano año de 1854. La demografía delineó a los beligerantes y quienes tuvieran de su lado a las masas depauperadas como soldados y carne de cañón podía aspirar a ganar la guerra. Los realistas al inicio esto lo percibieron y les incitaron en alistarse en sus propias filas para acabar con los blancos criollos que eran los grandes propietarios del país y sus directos explotadores.
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El incentivo de incursionar en estas montoneras con armas blancas de fabricación doméstica y rudimentaria fueron las recompensas que se producían a través del robo y pillaje. Y luego que apareció Don Pablo Morillo, El Pacificador, con sus expedicionarios en el año 1815, este jefe militar español, sin ningún tacto político, comete la torpeza de licenciar las tropas de Boves y Yáñez que serían capitalizadas por Páez y otros jefes del bando rebelde que les prometieron lo único que les podían ofrecer: ir a una guerra que se alimentaba de la misma guerra cebándose en los bienes y las personas que se encontrasen por su camino. Un Bolívar, escarmentado por las derrotas de los años 1812 y 1814, entendió en ese preciso momento que solo podía ganar la guerra contra sus enconados rivales aliándose con los caudillos populares tanto del oriente como de los llanos en el sur.
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Así tenemos que “Cesarismo Democrático” desmontó todo el cuerpo de creencias respecto a una Independencia romántica y épica bajo el abnegado arbitrio de los héroes que la ganaron. Luego, al ser un pensador de la corriente positivista ya de antemano se le tachaba de reaccionario y contrario a las progresistas tesis marxistas tan en boga en los pasillos universitarios de todo el siglo XX pasado. Y también, pesó sobre su autor, la condena de haber sido cómplice y servil hacia el dictador Juan Vicente Gómez. Cien años después de su publicación repasar sus principales ideas y tesis es un asunto de prioridad intelectual ante un tema, el de la Independencia, sostenido por la propaganda del Estado y la ideología.