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Lamentablemente, por lo que puede significar un estallido social para un país que se ha salido de los cauces democráticos y con un severo deterioro en todos los órdenes, se está haciendo realidad lo que tanto temíamos. El régimen, constatada la pérdida de apoyo popular y el silencio de sus aliados internacionales, se atrinchera y torna más violento y peligroso que nunca, cegado por su incompetencia, soberbia, impotencia y la inquina que le corroe las entrañas. Todas las señales enviadas apuntaban a un golpe de facto, la vía más expedita que le quedaba para quitarse de encima los controles de la AN. Ponerla en ridículo, desconociendo de cualquier decisión que produjera o tomándolas a sus espaldas.
Estando en juego su supervivencia en el poder y dispuesto a jugarse al todo o nada, poco le importa terminar de destrozar las esperanzas de sus fanáticos y de quienes aún piensan que el país se puede reflotar con medidas efectistas. Sin embargo, dados los vientos de cambio que soplan en el país y el cansancio de la población, que ya no acepta la lleven “nariceada” a una muerte segura, tanto para el régimen como para los venezolanos, no hay vuelta atrás. El desvaído barniz democrático, usado para convencer de la patraña de Gobierno respetuoso del Estado de derecho, es restaurado, cada vez que hace falta, por un “enamorado” TSJ.
Con la sentencia del TSJ, respecto al decreto de emergencia económica, y la imposición unilateral por el Seniat del nuevo valor de la unidad tributaria, ejemplos más recientes, el régimen no solo está reafirmando que ejerce el poder absoluto; sino que desconoce a la AN como poder autónomo y en ejercicio de sus funciones constitucionales; y su fin último, provocar a los sectores más radicales de la MUD para que salgan a la calle a vengar la afrenta y se enfrenten a la Policía. Este es su juego y caer en él no es opción para los demócratas que aspiramos justicia y libertad.
Ángel Oropeza escribió al respecto que se trata de una estrategia para “paralizar a la gente, sacarla del esfuerzo organizativo y llevarla a un estado psicológico pasivo-dependiente, en el cual se refuerza el pensamiento mágico de las soluciones fáciles y voluntarias (…). Nadie va a estar pensando en organizarse ni en prepararse para nuevas y necesarias luchas en ese estado”. Por su parte, Jonatan Alzuru dice que esa bomba de tiempo hay que desarmarla con “una política de altísima pericia”.